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Ignacio Bruzzone - Sanitización pendiente

“Se le oye una vez en la vida y no se le olvida jamás”: Estética y política, entre L.V. Mansilla y J.L. Borges

Instituto del Desarrollo Humano, UNGS

Ángel Della Valle - La vuelta del malón
(1892, Museo Nacional de Bellas Artes)
Ángel Della Valle – La vuelta del malón
(1892, Museo Nacional de Bellas Artes)

Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla es una de las producciones literarias más destacables de la literatura argentina del siglo XIX. El desarrollo de la trama corresponde al viaje a territorio indígena del autor, cuyo fin consistía en lograr un acuerdo con Mariano Rosas, cacique de los ranqueles, para desplazar a dicha comunidad de lo que actualmente conocemos como la provincia de La Pampa a Río Cuarto (Córdoba). Publicada en formato de apostillas en 1870, gran parte de su riqueza radica en que da cuenta de primera mano sobre la forma de vida de los indígenas previa a la “Conquista del Desierto” iniciada en 1878.

Uno de los aspectos más llamativos de la obra es la elasticidad que presenta su narrativa para ser encauzada en diferentes géneros: en ella conviven y se complementan el relato frenético y febril de situaciones límite con las meticulosas y extensas descripciones del paisaje propias de la topografía. En el medio, Mansilla aborda, con rigor y empatía muy inusuales para la época (sobre todo teniendo en cuenta la tarea que le ha sido asignada y lo zanjada que se encontraba la “cuestión del indio” en Buenos Aires),1 los usos y costumbres de los ranqueles, lo cual da lugar al brote de las voces de los sujetos que serían víctimas del exterminio unos años después. Su posición secundaria y relegada ante el funcionamiento de una cultura naturalmente disímil a la occidental es la contracara de su misión política: Mansilla entiende que, para lograr su cometido, debe sumergirse en el mundo ranquel hasta ser (o parecer) uno más de ellos. La “voluntad de saber” de Mansilla es palpable en prácticamente todo el libro, y la soltura con la que progresivamente aprende a comportarse tierra adentro nace de allí y es el medio por el cual canaliza su acción. 

A pesar de ello, en el capítulo LVIII, se relata un suceso que trunca el dispositivo de aprehensión que el libro despliega hasta el momento.2 Mansilla se encuentra en la ceremonia de bautismo de una niña, hija de cristiana y de Mariano Rosas, que le fue ofrecida como ahijada. Parecería que nos encontramos en un momento cúlmine del viaje, donde “la civilización y la barbarie se estaban dando la mano” (463),3 pero había algo en la vestimenta de la niña que llama su atención: la combinación de su vestido refinado, de mangas “a la María Estuardo”, con unas botas de piel de gato. Mansilla se encuentra absorto: por un lado, en la contradicción que supone la presencia de ambas prendas en un solo cuerpo; por el otro, en la imposibilidad de que ese vestido pudiera provenir de cualquiera de los medios que los ranqueles tenían para hacerse de mercancías provenientes de la “civilización”. Tan absorto, de hecho, que no registra el desarrollo de la ceremonia simultáneo a su propio devenir de pensamientos.

Mansilla decide preguntar a uno de los presentes por el origen del vestido, a lo que éste responde que el mismo pertenecía a una estatua de la virgen que había sido robado luego de un malón. Aquí termina el relato, pero, a diferencia de lo que ocurre en el resto de la obra, no es seguido por la interpretación: Mansilla se queda sin palabras. No sin advertirlo, el autor/protagonista realiza el siguiente comentario, tan breve como categórico:

Con unas pobres palabras humanas, yo no puedo expresar el efecto extraño que hizo en mis nervios, la voz, el aire y la tonada de aquella revelación. 

No sentí, lo que se siente en presencia de una profanación; no experimenté lo que se experimenta ante un sacrilegio; no me conmoví como cuando un sortilegio nos llena de estúpida superstición. Sentí y experimenté una impresión fenomenal, me conmoví de una manera diabólica, como en la infancia me imaginaba que se estremecía el diablo cuando le echaban agua bendita.

Mi ahijada Marta la hija de Mariano Rosas, está ligada a los recuerdos de mi vida, por una impresión tan singular, que su vestido y sus botas me hacen todavía el efecto de un cauchemar.

Yo no puedo ya ver una Virgen sin que esos atavíos sarcásticos se presenten a mi imaginación. Tengo el retrato de mi ahijada como cristalizado en el cerebro y el vozarrón del bandido que me sacó de dudas me zumba al oído todavía. Hay ecos inolvidables. Son como el rugido del mar cuando, silbando el viento, azota encrespado la pedregosa orilla. Se le oye una vez en la vida y no se le olvida jamás (464).

¿Cómo es posible que un hombre de la capacidad analítica de Mansilla, desplegada sobre su propia experiencia en los cincuenta y siete capítulos anteriores, a lo largo de cientos de páginas, sea incapaz de emitir crítica alguna? El hecho en sí mismo, al menos en su manifestación inmediata, no puede presentársenos a priori sino como profundamente banal, luego de haber atravesado junto al autor las numerosas situaciones de tensión y premura, de calma y contemplación, de disfrute y vitalidad, que presenta su relato hasta este momento. Mansilla es consciente de esta contradicción, pero al verse incapaz de resolverla, decide continuar la narración, lo cual por el momento no nos interesa. 

Analizar este pasaje sería inútil ante la profundidad y valor que posee lo hecho por Alan Pauls.4 Me limitaré a comentar sus aspectos centrales. Coincido plenamente con él cuando afirma que este es el momento verdaderamente crítico de la obra: la magnitud de la curiosidad de Mansilla no sólo es comparable a la incongruencia entre las prendas sino a su perplejidad, porque expone la disyuntiva “civilización/barbarie” del modo más crudo posible. No obstante, considero que esta crudeza no opera sobre los términos razonables con los que Mansilla concebía la dicotomía, sino que lo hace sobre el vacío de los mismos. Su praxis cotidiana, desde las reuniones con Mariano Rosas hasta su participación crecientemente activa en los espacios de sociabilidad de los ranqueles, paulatinamente dejó de ser un medio para lograr el objetivo encomendado por Sarmiento y se convirtió en un fin en sí mismo. La predominante fijación del autor en los placeres del entorno borronea, hasta este momento, la finalidad del viaje de su mente y de la nuestra: Mansilla disfruta de la vida del desierto y el lector lo hace con él. Este hecho nos recuerda que el goce no es gratuito: la civilización y la barbarie (que cada quien decida en dónde ubica el rótulo) no pueden darse la mano. Marta, con su vestido y sus botas, se torna un fetiche que encarna una verdad ineludible.

Tratemos ahora de descubrir la naturaleza del acontecimiento presenciado y a la vez protagonizado por Mansilla. Borges, en su editorial “La muralla y los libros” publicado en el diario La Nación en 1952, indaga en las motivaciones de Shi Huang Ti, emperador chino que, tras haber unificado bajo su espada a los Seis Reinos, ordenó la construcción de la Gran Muralla y la destrucción de los libros canónicos de la historiografía y filosofía china. Luego de una serie de maravillosas conjeturas, Borges nos conduce a lo siguiente:

La muralla tenaz que en ese momento, y este momento, proyecta sobre tierras que no veré, su sistema de sombras, es la sombra de un César que ordenó que la más reverente de las naciones quemara su pasado; es verosímil que la idea nos toque de por sí, fuera de las conjeturas que permite. (Su virtud puede estar en la oposición de construir y destruir, en enorme escala.) Generalizando el caso anterior, podríamos inferir que todas las formas tienen su virtud en sí mismas y no en un ‘contenido’ conjetural. Esto concordaría con la tesis de Benedetto Croce; ya Pater, en 1857, afirmó que todas las artes aspiran a la condición de la música, que no es otra cosa que forma. La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético (4-5).

¿Qué ocurre si analizamos el cénit de Una excursión… bajo esta concepción borgeana del hecho estético? Mansilla comienza puntualizando la imposibilidad de poner en palabras su extrañeza. Procede de manera muy prudente a una definición negativa de su conmoción (“No sentí lo que se siente en presencia de una profanación; no experimenté lo que se experimenta ante un sacrilegio; no me conmoví como cuando un sortilegio nos llena de estúpida superstición”) para solo compararlo con una sensación imaginaria, apelando a la reacción que supone tendría el diablo al entrar en contacto con agua bendita, que según él quedará ligada en su memoria no sólo al recuerdo de su ahijada sino también al de la mismísima Virgen María. Va más allá. Para él, lo que hará eco en su memoria por el resto de sus días no son los elementos que componen la escena sino la escena misma en su desarrollo cronológico: el disfrute de la ceremonia, la curiosidad por la vestimenta, el desagradable forajido que lo quita de su perplejidad tan solo por un momento para dejarlo a las puertas de algo que afirma no entender. Es la forma misma lo que articula su precaria reflexión. La revelación, es decir, la razón de ser del vestido que lo quita de su estupor, parece ser un mero pretexto: la verdadera revelación es parcial, inminente o perdida. Es estética.

Hay dos historias de Borges que considero tienen al hecho estético como epicentro de su escritura. En “Historia del guerrero y la cautiva”, se nos presenta dos relatos: por un lado, el de Droctulft, guerrero lombardo que defendió la ciudad de Ravena durante un asedio; por el otro, el de la mujer inglesa capturada por los indios y desposada por un capitanejo, llegada al autor por parte de su abuela paterna, quien le ofreció asilo entre los blancos pero esta se negó, arguyendo que era feliz en el desierto. Como corolario de su fatal decisión, la abuela de Borges observa, años después, cómo la cautiva, a la distancia, se tira al suelo a beber la sangre de un ternero degollado. 

La elección de Borges no es casual. Al respecto, dice lo siguiente:

Mil trescientos años y el mar median entre el destino de la cautiva y el destino de Droctulft. La figura del bárbaro que abraza la causa de Ravena, la figura de la mujer europea que opta por el desierto, pueden parecer antagónicas. Sin embargo, a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. El anverso y el reverso de esta moneda son, para Dios, iguales (60).

La operación es la misma: Droctulft, proveniente de las ciénagas físicas y sociales de la Alemania de los bárbaros, no posee palabras para describir tamaña obra humana (no es casualidad que Borges haya referido la historia a La Poesía de Croce), que lo toca “como ahora nos tocaría una maquinaria compleja, cuyo fin ignoráramos, pero en cuyo diseño se adivinara una inteligencia inmortal” (57); la cautiva, desposeída de su cultura tras el asesinato de sus padres y su consecuente rapto, elige activamente “los toldos de cuero de caballo, las hogueras de estiércol, los festines de carne chamuscada o de vísceras crudas, las sigilosas marchas al alba; el asalto de los corrales, el alarido y el saqueo, la guerra, el caudaloso arreo de las haciendas por jinetes desnudos, la poligamia, la hediondez y la magia” (59). Ambos son movidos por un ímpetu secreto, intuitivo e irracional: estético.

Ahora bien, ¿cuál es el derrotero de Mansilla? El autopercibido héroe de la Guerra del Paraguay se encuentra en un viaje que no hubiera emprendido de no ser porque las recompensas políticas de sus esfuerzos le eran negadas desde una cúpula de poder que lo considera un outsider. Aun así, el viaje termina siendo la odisea de su vida, lo cual se ve plasmado, por ejemplo, en la constante ficción de presente en que Mansilla autor nos coloca, recreando con igual detalle y esmero el fervor del peligro y lo cansino de la distancia y la espera. Contra incontables adversidades y no sin una importante cuota de heroísmo, vitalismo y voluntarismo, logra su cometido. Poco después ocurre el episodio del bautismo (cuya relevancia ya ha sido demostrada), el encuentro final con Mariano Rosas, la partida y un epílogo en el cual lamenta la postura del establishment político con respecto a los ranqueles, dando a entender que la dicotomía “civilización/barbarie” se asemeja más a lo que hoy conocemos como la popular definición que el Tao hace del Ying y el Yang: hay “civilización” en la “barbarie” y viceversa. ¿Por qué ocurre esto?

Creo que la respuesta se halla en lo que realmente une a Borges y Mansilla, que constantemente (y por mucho tiempo de manera involuntaria) me sugería la puesta en discusión del uno con el otro, que es lo siguiente: el cinismo con el que tratan al lector en tanto le niegan un acceso directo a lo que considero es el núcleo de la cuestión, que es el carácter político de los relatos a los que remiten. En los dos relatos de “Historia del guerrero y la cautiva” la politicidad es autoevidente, no así la interpretación de su autor. Si para Dios ambas historias son iguales, para Borges no: Droctulft es un héroe, no tanto por su acto individual, sino como espécimen, como “tipo de hombre”, que ha sabido continuar la civilización que Roma hacía doscientos o cuatrocientos ya no encarnaba (por eso decide ubicarlo en el asedio del siglo VI y no del siglo VIII, porque al primero Ravena sobrevivió, y por eso destaca que otro “tipo de hombre” como él engendraría a quienes engendrarían a Alighieri); la forma con la que Borges caracteriza la sociedad elegida por la cautiva puede ejemplificarse con los fragmentos que he expuesto anteriormente; en “La muralla y los libros”, Shi Huang Ti es redimido, porque conservó a la misma escala que destruyó.

El cinismo de Mansilla es distinto. Él no nos oculta la politicidad del evento de la ceremonia: decide abiertamente reprimirla. Las “reflexiones” del epílogo no distan mucho de las ideas sobre qué hacer con esa gente que ocupaba un espacio vital para el ingreso de la Argentina en el capitalismo más moderno (y que no tenían ningún motivo para actuar en pos de dicho objetivo) que este concebía antes de emprender el viaje. Alan Pauls (2018) sugiere que quizás la conmoción interna de Mansilla a raíz de ese suceso fuera el destino verdadero, secreto de la expedición. Creo que en verdad lo era, y que, además, le pasa factura. Si Mansilla es un héroe, es uno trágico: su desmesura, su jugueteo constante con la cultura ranquel, la paga en ese mismo momento, dado que Mansilla les propuso de entrada un juego imposible donde ellos nunca podrían ganar. Y en ese mismo momento reprime su trauma. 

Lo que sigue es el momento emocional y simbólicamente más elevado de la obra: Mariano Rosas y Lucio Mansilla son ahora compadres. Por iniciativa de Rosas, intercambian sus ponchos: si hay tiempos de guerra, se reconocerán. El poncho que le regala Rosas, tejido por su mujer principal, es a los ranqueles lo que el anillo de bodas es a los cristianos. Cuando termina la reunión, Mansilla sale de la toldería y los ranqueles se sorprenden. Los siervos de Rosas lo atienden mejor que nunca. Cierra el capítulo con esta exclamación: “¡Pobre humanidad!” (466). El espacio que dedica Mansilla para relatar este encuentro es un poco más extenso que el que usé para referirlo, pero el abordaje del acontecimiento es aún más aséptico y distante.

Hay, sin dudas, relaciones muy particulares entre lo estético y lo político. De Mansilla no podemos aprender mucho más de lo que es posible a partir la experiencia individual de otra persona. De Borges, al menos, podemos decir que a veces el hilo que une ambas esferas puede ser, a la vez, artificial y ficcional. Creo que si cabe alguna posibilidad de que el hecho estético borgeano (la inminencia de revelación) haga mella real, orgánica, en quienes lo experimentan (convirtiéndose en su ímpetu secreto), tendría impronta de transformación. Droctulft y la cautiva cambian de bandos, de mundo. Rechazan y se enfrentan abiertamente a la realidad que les ha sido dada. Esto es lo que ni Borges, ni cualquiera que comparta su visión de la organización de la vida social, puede siquiera imaginar.

1 Según Alan Pauls (2018), la imagen positiva y valiosa de los ranqueles que Mansilla construye “en el mismo campo” es difunida con el fin de doblegar la resistencia del establishment a su propuesta de integración pacifista. “¿A quién se le ocurriría asimilar a los ‘enemigos de todos nosotros, tirios y troyanos’, como llamaba a los ranqueles Eduardo Wilde? ¿Quién no querría ‘eliminarlos pero en orden’, como sugería Zeballos? […] ‘Puede ser muy injusto exterminar salvajes’, decía Sarmiento, ‘pero gracias a esta injusticia, la América, en lugar de permanecer abandonada a los salvajes, incapaces de progreso, está ocupada hoy por la raza caucásica, la más perfecta, la más inteligente, la más bella y la más progresiva de las que pueblan la tierra’” (34-35), argumenta Pauls con ironía, citando las voces de los oponentes de Mansilla.

2 Alan Pauls (2018) denomina metodología etnográfica a la forma de conocimiento de la alteridad que Mansilla despliega hasta el momento fatal del vestido: “El esquema se repite: Mansilla detecta algo que le llama la atención, lo describe desde afuera, fenomenológicamente, apelando a algún informante (los lenguaraces, por lo general) para profundizar la comprensión, y al final, cuando el cuadro ya está listo, procede a comparar el uso, la práctica, el procedimiento que observó, con su equivalente en el mundo cristiano, y saca conclusiones” (34).

3 Con esta imagen remata Mansilla la impresión que le produjo la conjunción de vestido más botas de gato.

4 Una reciente reedición de Una excursión… (Penguin clásicos, 2018) presenta un nuevo prólogo realizado por Alan Pauls, en el cual se despliega una lectura minuciosa y por ende global de la obra, a la altura de su relevancia histórica y literaria.

Bibliografía citada

BORGES, Jorge Luis (2005[1949]). “Historia del guerrero y la cautiva” en El Aleph. Buenos Aires: Emecé Editores.

BORGES, Jorge Luis (1950) La Muralla y los libros en La Nación, 22 de octubre. Disponible en <https://www.lanacion.com.ar/cultura/la-muralla-y-los-libros-nid814407/>.

MANSILLA, Lucio Victorio (2018 [1870]) Una excursión a los indios ranqueles. Buenos Aires: Penguin Clásicos.PAULS, Alan (2018). “Prólogo” en Mansilla, L.V. Una excursión a los indios ranqueles. Buenos Aires: Penguin Clásicos.