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Lucía Sordini - Cueva de lectura

Literatura que se hace cuerpo

(UNS / UNTDF)

Relato de un infortunio

Una estudiante del Profesorado en Lengua y Literatura está realizando sus observaciones docentes en un quinto año de la escuela secundaria, en el que la profesora titular trabaja con textos de Julio Cortázar. El cuento elegido para la clase del día martes era “Ómnibus” de Bestiario, y la clase anterior la profesora les había pedido a sus alumnos que lo leyeran para ese momento. Desafortunadamente, llegado el día de la clase, los alumnos no habían leído el cuento y tampoco tenían las fotocopias o el libro para leerlo en clase. Para complicar la situación, la misma profesora había olvidado su ejemplar de Bestiario y por tal motivo le era imposible hacer una lectura grupal de “Ómnibus” para llevar adelante la clase.
Ante tamaño infortunio, la opción que había tomado la profesora, según refirió la practicante, fue narrar el cuento oralmente tal como lo recordaba, es decir sin seguir textualmente el relato de Cortázar. Así, como una improvisada narradora oral, esa docente había podido trabajar sin problemas con el cuento durante las dos horas que duraba la clase.
La practicante, aunque elogiaba las habilidades de improvisación de la docente para salir del paso, tenía una opinión decididamente negativa sobre lo que había observado. Si bien la narración oral había servido para sortear el imprevisto, según ella, no era la manera “legítima” de enseñar literatura. Su principal argumento consistía en que la literatura de Cortázar “existía” realmente en su versión textual, impresa, y no en una narración oral que lo único que había conseguido era desvirtuar la riqueza del relato en cuestión. La practicante defendía ardorosamente que “Ómnibus” en su forma oral había perdido gran parte de “lo que hacía que Cortázar fuera Cortázar”, según decía. Sin embargo, frente a la pregunta de si la profesora había conseguido enseñar literatura durante dos horas, la practicante señalaba que le había parecido una estrategia útil para que los chicos le prestaran atención y se entusiasmaran con el cuento. No obstante, esto le parecía sólo una estrategia didáctica que no podía compararse con la experiencia de leer a Cortázar “en directo”. 

Durante mucho tiempo, este relato −incluido por Carolina Cuesta y Sergio Frugoni (2002) en una ponencia destinada a focalizar las “subjetividades letradas” de las y los estudiantes de Letras− ingresó en mis aulas de Didáctica de la lengua y la literatura. 

Convertida en un caso, esta narrativa presenta “un trozo de realidad” y conjuga lo que dicen, hacen, piensan y sienten los protagonistas implicados −una profesora de una escuela secundaria, sus alumnas y alumnos, una estudiante residente, docentes de la cátedra universitaria− en una situación de ambigüedad, inestabilidad y conflictos singulares (Wasserman, 1994). No se trata de un editorial que defiende un punto de vista determinado, ni tampoco de una argumentación en apoyo de “la manera correcta de enseñar”, sino de un relato que se abstiene de ofrecer una solución satisfactoria y de ese modo propicia el tratamiento en profundidad de los problemas que plantea (Negrin, 2014). 

Cada vez que leíamos este relato con docentes en formación, el final dilemático de la anécdota suscitaba discusiones y reflexiones acerca de si existen modos “legítimos” de enseñar literatura y, en ese caso, cuáles son y en qué se cifra la clave de su legitimidad. El debate giraba, habitualmente, en torno a la circulación de la literatura, las relaciones entre oralidad y escritura, los procesos de hibridación, la poética de los textos, pero también se adentraba en el análisis de las condiciones del trabajo docente, que conducen a “decidir en la incertidumbre y actuar en la urgencia” (Perrenoud, 1996). 

Resulta preciso reconocer que, luego de unos años, la historia de la profesora que había olvidado su ejemplar de Bestiario requiere de una sustancial modificación para continuar siendo verosímil y cumplir con el propósito que tenía originalmente. Cualquier estudiante objetaría hoy, emulando a la adorable Nina de la historia de Casciari,1 que basta con la sola presencia de un celular en el aula para desactivar, de manera rápida y simple, el conflicto y anular, por ende, el carácter dilemático de la anécdota. 

Modifico, entonces, la situación: la profesora decide, por motivos que no se explicitan y forman parte de los resquicios propios del caso, narrar el cuento de Cortázar, con lo que el centro del debate se desplaza, entonces, a la narración oral no como una estrategia paliativa del olvido involuntario, un recurso improvisado y sustitutivo al que se echa mano en un intento por sortear el infortunio, sino en un modo planificado y ensayado de hacer ingresar la literatura en el aula. La pregunta sobre la legitimidad de los textos literarios narrados de manera oral cobra, ahora, una dimensión diferente y abre la puerta a nuevas preguntas críticas.2

La narración oral en las escuelas

Desde hace algún tiempo asistimos, en nuestro país y en la región, a un resurgimiento de la práctica de narrar, a viva voz, en distintos ámbitos y frente a diferentes interlocutores. El viejo oficio de cuenteros, cuentacuentos, contadores de historias, trajinantes de historias ha regresado con nuevos bríos y encuentra cobijo en lugares tan variados como calles, escuelas, bibliotecas, clubes, plazas, centros culturales y teatros. 

Como ponen en evidencia Palleiro y Fischman (2009), la narración oral comenzó a configurarse, hace ya un tiempo, como una actividad profesionalizada, una práctica con rasgos singulares dentro del campo de la producción cultural. Estos desarrollos son acompañados por la celebración de cursos, talleres, jornadas y congresos y por la publicación de libros que recogen experiencias personales, despliegan reflexiones y explican técnicas, escritos por narradoras y narradores de reconocido prestigio.3 Se desarrollan, entre otros tópicos, los rasgos particulares de esta performance, la formación profesional de los narradores, la construcción del repertorio, sus procesos artísticos y las definiciones teóricas de la actividad.  

Si examinamos de cerca qué ocurre en los ámbitos educativos, veremos que la narración oral aparece casi exclusivamente en el nivel inicial −si bien de manera mucho menos frecuente que la lectura en voz alta−, como una práctica destinada a las niñas y los niños que se encuentran transitando la etapa de alfabetización inicial y, por lo tanto, no pueden leer aún de manera autónoma. Durante la educación primaria, la narración oral se presenta de manera esporádica, de la mano de algún/a docente que ha desarrollado cierta experticia en la práctica misma o merced a su acercamiento a alguna instancia de capacitación en ámbitos no formales. 

En la escuela secundaria la narración oral constituye una práctica casi ausente: las y los docentes que conforman la muestra de una investigación en curso4 reconocen no haber tenido ninguna formación durante sus estudios de grado. Aparece, de manera reiterada, la necesidad de aprender a narrar y el reclamo para que las instituciones formadoras concedan un espacio a esta práctica en los planes de estudios de las carreras de profesorado. Paradójicamente, las frecuentes invitaciones a profesionales de la narración oral para que desplieguen su oficio en el marco de eventos de alcance institucional −maratones de lectura, celebración de efemérides, actividades especiales organizadas por la biblioteca, entre otros− ponen de manifiesto la valoración que las escuelas conceden a la narración como práctica estrechamente vinculada a la importancia de la lectura. De este modo, el ámbito no formal opera como espejo e incentivo para lo que resulta deseable y/o posible en el sistema educativo formal.

Los resultados de investigaciones (Beuchat, 1989; Chambers, 2013; Motta Ávila, 2015) indican que, desde el punto de vista de los destinatarios −adolescentes y jóvenes que asisten a las escuelas− los beneficios de escuchar historias de boca de sus docentes se vinculan con el efecto fortalecedor de habilidades de escucha y su impacto en la comprensión,5 la ampliación del vocabulario, el conocimiento de los modos en que se organizan los relatos. Por otra parte, se enfatiza su importancia en el proceso de formación de lectores, dado que el acercamiento a los textos a partir de la palabra hablada posibilita conocer y descubrir qué autores y qué estilos gustan más, invita a leer por cuenta propia, permite tomar contacto con el lenguaje poético. Si bien se trata de una tarea que, para el intérprete, implica una gran inversión de tiempo, difícilmente alguna otra produce un medio tan poderoso para hacer que la literatura cobre vida para el auditorio. Finalmente, aparece la dimensión afectiva y social: la puesta en voz de los textos se configura como un espacio de hospitalidad, en tanto las inflexiones de la voz, el volumen, la prosodia, el énfasis, la cadencia, los silencios ofrecen un espacio de resguardo y de cuidado, un ámbito seguro para quienes están llegando al territorio de la cultura escrita (Negrin, 2018). Afirma Chambers (2013: 78) que “al escuchar a otra persona leyendo, depositamos en ella la responsabilidad; no sentimos que es nuestro deber conquistar el texto, sino que quien lee debe mantener nuestra atención a través de lo que hace con él. De modo que nos relajamos, no nos sentimos amenazados, estamos protegidos por la competencia del intérprete”.

Claro está que para conseguir esos resultados es preciso que existan docentes que, como la profesora del caso “retocado” decidan emprender el desafío de preparar un texto para narrar a sus estudiantes. La inclusión de esta práctica en los trayectos de formación docente podría sustentarse en la hipótesis de que el proceso de formulación de versiones para la narración oral constituye un modo particular de lectura, análisis, reformulación y apropiación de los textos literarios, que complementa el abordaje teórico habitual en los planes de estudios, se nutre de esos saberes para generar otros que resultan relevantes en las prácticas de enseñanza de la lengua y la literatura en las escuelas. 

El itinerario propuesto parte de la búsqueda y selección de un relato para ser narrado y llega hasta la puesta en cuerpo y en voz frente a un grupo de interlocutores.6 A diferencia de las instancias formativas destinadas a la enseñanza y el aprendizaje de la narración oral escénica, que realiza sus presentaciones en forma de “espectáculos” (Padovani, 2014: 131), el trabajo con docentes de Letras −o con estudiantes de Profesorado− persigue objetivos distintos, si bien se nutre, en buena medida, de los desarrollos teóricos y las propuestas prácticas de quienes ejercen el oficio de manera profesional. En los apartados siguientes revisaremos cada etapa del proceso de adaptación y analizaremos las decisiones que demanda cada una de ellas.

1. La selección del texto

¿Qué narrar? La respuesta a esta pregunta va a depender de los propósitos, las circunstancias, las características del grupo de destinatarios, pero también de los intereses, deseos y posibilidades de quien se va a apropiar de una historia para compartirla con otras personas. La adecuada elección del repertorio constituye una de las tareas más dificultosas, que requiere, al menos, de dos movimientos: buscar y estar alerta:

Algunas veces nos encontramos con la historia después de mucho leer; otras, nos la acerca algún amigo que la encontró y considera que es adecuada para ser contada, otras es una historia familiar que siempre nos han contado y un día nos entra la curiosidad de qué pasa si la contamos, otras veces es una anécdota que escuchamos en un viaje en tren… Son miles las maneras con las que el narrador puede encontrarse con la historia. Muchas veces he escuchado decir que es la historia la que en algún momento encuentra al narrador y no este quien encuentra la historia. Debo confesar que estoy de acuerdo con esa idea y por eso considero que es bueno estar siempre alerta (Campanari, 2014: 40).

En ese camino de búsqueda es posible recurrir a tres fuentes. El primer grupo lo conforman las historias personales o del grupo familiar, que permanecen en el plano de la oralidad y raramente son escritas; pueden ser reales, de ficción o bien composiciones híbridas. En segundo lugar, las historias que provienen de la tradición oral, son recibidas directamente de boca de los intérpretes y permiten que el narrador se sienta “a sus anchas”, por los motivos que expone Graciela Montes:

En el cuento oral, el que rueda de boca en boca, no hay sino variaciones sobre un mismo tema. Hay detrás una historia, una secuencia de imágenes a veces muy bellas y un curso de acción típico, como bien demostró Vladimir Propp hace muchos años. […] Te cuento el de Epaminondas, cuando le llevó la torta a la madrina, o el de cuando el zorro lo burló al tigre, el de cómo empezaron los ríos, un cuento del mentiroso…. Ahí no hay un texto previo, no hay sino acontecimientos únicos, narraciones, que tienen en común algunas imágenes, ciertos personajes, una secuencia (Montes, 1996: s/p).

El tercer grupo está compuesto por los textos literarios, incluidos los relatos de tradición oral contenidos en el texto escrito.7 Si bien cada una de las categorías antes enumeradas requiere de un trabajo diferente tanto de búsqueda y selección como también de adaptación, son, sin dudas, los cuentos de autor los que demandan un particular cuidado en el proceso de comunicar oralmente aquello que nació escrito y fue concebido para ser leído en silencio. Los riesgos que supone la empresa son advertidos desde uno y otro lado del río. Para la escritora Graciela Montes:

detrás [de la narración] está el texto. Un relato, sí –algo relatable, pues– pero ya tejido, con las palabras ensartadas de esa manera en el hilo. Algo, en realidad, tan compacto y autónomo como un poema (y a nadie se le ocurriría contar un poema: un poema se recita, se dice). Sólo que el cuento es, además, cuento, una historia, la representación de un acontecer, un relato que, hasta entonces, no ha tenido sino una enunciación, la del texto al que ha estado implacablemente unido. Es ahí donde entra a tallar el narrador audaz, el verdadero traductor. No es una elección sencilla, mucho más fácil es narrar una de Epaminondas. Es, incluso, un gesto temerario. Que tiene, a veces, consecuencias deslumbrantes, porque echa a rodar la cultura escrita por el mundo, y entonces multiplica los cuerpos y sueños, rompe casillas sociales, produce apareamientos insospechados. Pero que, otras veces, se convierte en maqueta, en polvo, en un montoncito de papel picado que se mastica a desgano y queda para colmo pegado al paladar que da asco (Montes, 1996: s/p)

En palabras del narrador colombiano Oskar Corredor Amaya, las versiones orales de textos que proceden de la literatura escrita:

en ocasiones recuerdan la entidad original, revestida y festoneada de elementos novedosos, producto de la intertextualidad, de la fusión del universo del cuento base con los universos y los discursos propios de cada intérprete. En ocasiones estas versiones niegan y contrastan al relato original y lo proveen de nuevos sentidos. En ocasiones (lamentables, sin duda) deforman y aniquilan la esencia, la belleza o la propuesta estructural delicadamente construida por autores y autoras” (Corredor Amaya, 2018: 57).

Del modo en que el narrador transite ese viaje peligroso entre el texto escrito y la versión oral dependerá, en gran medida, que el resultado sea uno u otro: que logre desprender la historia del primer tejido y llevarla “palpitando, temblorosa, recordadora todavía de la forma que había tenido, a su voz y a su palabra” o que, “munido de tijera y pegote, espantosamente suficiente, [confeccione] su maqueta, sin demasiada consideración” convencido de que, al fin de cuentas, un cuento es sólo eso, un cuento, cualquier cuento (Montes, 1996: s/p).

2. El proceso de adaptación

Una vez hecha la selección, comienza el trabajo de adaptación, que conlleva una serie de intervenciones para tornar “narrable” un relato. Tales operaciones, fruto del análisis previo del material narrativo, son las que determinan los cambios que dan lugar a lo que se denomina edición del cuento (Halpern y Valente, 2014: 77), un proceso que ha sido descripto por profesionales de la narración que han objetivado los gajes de su oficio.  

Cuando se trata del arte de contar, la literatura debe atenerse a las reglas del juego de la oralidad. Una de esas reglas sostiene la necesidad de atender a los modos de recepción de los relatos. La lectura de un texto de manera silenciosa es un acto de comunicación diferida, que otorga un tiempo que la simultaneidad de la escucha no habilita. Al leer de ese modo podemos hacerlo según nuestros tiempos, levantar la cabeza, demorarnos, volver hacia atrás, ya sea porque algo no resultó lo suficientemente inteligible o porque deseamos paladear nuevamente una frase. Cuando “leemos a través de los oídos”, en cambio, tenemos la obligación de seguir el ritmo que establece el narrador, no es posible detenernos ni volver atrás, por lo que la comprensión resulta mucho más exigente. De más está decir que podemos leer de manera silenciosa e individual un cuento de veinte páginas, pero difícilmente podamos escuchar, sin perdernos, un relato que dure veinte minutos.8 Y resulta obvio decirlo, “sin oídos donde recalar, no hay cuento. Tan solo un saco de voces arrojadas al vacío, precipitándose inexorablemente hacia la nada” (Cano-Manuel Díaz, 2006: 29).

Al mismo tiempo, la comunicación oral, cara a cara, constituye una ocasión propicia para enriquecer ese texto con los gestos, miradas, tonos de voz, el silencio −un privilegio de la oralidad, que la escritura solo puede evocar nombrándolo (Sanfilippo, 2005) −, es decir, toda una serie de recursos característicos de la comunicación inmediata que dará por resultado un texto distinto cada vez y que le otorga a la narración oral el carácter de acontecimiento, único e irrepetible.

Antes de presentar los problemas que supone la traducción de lo escrito a lo oral, puede ser útil reflexionar sobre algo más frecuente: el pasaje de lo oral a lo escrito. Toda persona que haya realizado entrevistas en el marco de un proceso de investigación sabe acerca de la dificultad que supone la transcripción de esas entrevistas. Sabe también que, si se encomienda esa tarea a otra persona, seguramente se perderá mucha información valiosa para interpretar los dichos del entrevistado. Es que no se trata solo de eliminar repeticiones, hesitaciones, frases incompletas, arranques en falso −rasgos atribuidos a la lengua oral (Cassany, 1998)−, sino de interpretar cuáles son las relaciones semánticas adecuadas y de explicitar las informaciones que lo oral puede dejar implícitas, pero que es necesario expresar en lo escrito. Tal como advierte Lomas:

Mediante la comunicación no verbal las personas expresan sus emociones, exhiben (u ocultan) a los demás la imagen que desean transmitirles, colaboran con el inicio, el mantenimiento o el final de la interacción, establecen relaciones interpersonales (en función de variables como el afecto, el placer, el poder o la sumisión) y subrayan (o contradicen) lo que se dice en el plano estrictamente lingüístico. De ahí la importancia de analizar en la interacción oral la conducta no verbal de los interlocutores y el papel que juegan los elementos no lingüísticos (gestos, distancias, entonación…) en la comunicación de las personas (Lomas, 1999: 303). 

La operación inversa, el paso de la escritura a la oralidad, resulta un campo mucho menos explorado. Además de los actores y directores de teatro, señala Sanfilippo (2005), son pocas las personas que se han ocupado de relevar las dificultades y peculiaridades que entraña el pasaje de la palabra del papel (o de la pantalla) a la voz y el cuerpo, es decir, a un lenguaje en el que las estructuras discursivas y narrativas pueden llegar a depender más del gesto, la mímica o la entonación que de la expresión lingüística. En efecto, toda vez que alguien se dispone a narrar de viva voz y con una finalidad estética, ya sea en un ámbito profesional o educativo, un relato literario, las operaciones que realiza no consisten en una simple traducción intralingüística, sino que entran en el campo de lo que Jakobson definió como traducción intersemiótica, dado que en el pasaje de la comunicación escrita a la comunicación oral es muy probable que se produzca una interpretación de los signos lingüísticos a través de sistemas de signos no lingüísticos (Jakobson, 1984). Así, el sistema de posturas y gestos pueden utilizarse para reforzar lo que se dice, pero también para reemplazarlo o bien contradecirlo (Brown y Yule, 1993). 

Con mayor o menor detalle, y con distintas inflexiones de acuerdo a los destinatarios previstos, casi todos coinciden en la siguiente enumeración:  

1. La extensión de los cuentos: se trata de evaluar la cantidad de acciones, las descripciones exhaustivas, las digresiones del narrador y los segmentos dialogales. Cada uno de estos rasgos será ponderado de manera diferente a la hora de elaborar una adaptación. Para el narrador oral, es imprescindible capturar la atención de sus oyentes, lo que se logra cuando la historia avanza de la mano de las acciones. 

2. La sucesión de los hechos: habitualmente, en los textos escritos aparecen anacronías narrativas que el lector resolverá sin dificultades, pero que pueden ocasionar desconcierto en la recepción a través de la escucha. Será preciso, en principio, detectar esas anacronías y reorganizar los hechos, para que mantengan un orden cronológico. Si eso no es posible convendrá, entonces, seleccionar relatos cuya línea de acción sea más o menos lineal y no abundante en digresiones y peripecias secundarias. Desde la perspectiva del orden de la narración, una historia puede ser contada no necesariamente desde su inicio, sino alterando la presentación de los hechos del relato escrito, con el propósito de generar expectativas, suspenso, intriga. Se podrá partir de un hecho ubicado ya en el desarrollo para configurar, a partir de allí, el resto de los sucesos. Las decisiones que se tomen contemplarán el espacio comprendido entre los límites de la traición al texto original y la atención y la comprensión del auditorio, bienes frágiles y efímeros que un contador de historias está dispuesto a preservar de todo peligro. 

3. Otro tanto cabría afirmar sobre el número de personajes: cuanto mayor sea, tanto más complejo será ejecutar una buena narración, y para los oyentes, seguirla. Por otra parte, la narración oral dispone del atributo de presentar simultáneamente a muy diversos personajes sin restarle identidad a quien esté contando la historia. Los personajes “escritos” y los personajes “narrados” presentan desafíos diferentes, que requieren de herramientas también diferenciadas. Cuando los personajes dialogan, por ejemplo, el narrador podrá diferenciar las voces y las actitudes corporales de cada uno haciendo uso de elementos paraverbales y no verbales.

4. Las descripciones: es preciso evaluar cuáles y de qué modo incorporarlas a la narración oral. El objetivo de una descripción dentro de un cuento es presentar características de los personajes, los objetos o escenarios del relato, referir pensamientos y sentimientos de los protagonistas. Las descripciones conllevan cierta complejidad al momento de la narración oral: como sabemos, son las acciones las que suscitan la atención. Debido al nivel de abstracción y elaboración que los segmentos descriptivos ponen en juego en relación con los narrativos, no es posible sostenerlos por mucho tiempo sin provocar cansancio, desinterés o escucha poco atenta. El reto consiste, entonces, en sopesar cuál es la dosis de descripciones que una narración oral soporta, cuáles resultan relevantes, en qué momento introducirlas y a través de qué recursos. 

5. La voz narrativa: cuando analizamos si el relato elegido está en primera persona, o si es un narrador testigo o un narrador omnisciente, pensaremos si vamos a mantener esa figura o si podemos modificarla. Conservar la primera persona del texto fuente puede no resultar la alternativa más acertada cuando la persona que narra no comparte características de género, idiosincrasia o variedad lingüística.9 Al adaptar un cuento para narrarlo −advierten Halpern y Valente (2014: 97)− “es importante tener en cuenta las consecuencias que genera la elección de un determinado punto de vista, las que derivan de cambiarlo, de intercalar diferentes perspectivas. En todos los casos, las elecciones del narrador atenderán a la coherencia que cada una de esas posiciones origina: mantenerla le dará verosimilitud al cuento, además de regular las reacciones de los oyentes, en función de la información recibida”. 

6. El lenguaje: son varios los aspectos a considerar en este plano. Por un lado, como ya se ha dicho, las posibilidades que ofrecen los gestos, las inflexiones de la voz, la mirada, la proxémica, en conjunción con el lenguaje verbal o bien como mecanismo de sustitución. Por el otro, la necesidad de sujetarse a las reglas de la oralidad orientará la arquitectura discursiva hacia una sintaxis propia de la lengua hablada.10 En algunos casos, puede ser que el cuento elegido presente ciertos usos del lenguaje ajenos al nuestro: las decisiones no apuntarán, claramente, a “actualizar” o “simplificar” rasgos lexicales, en un gesto que subestima la capacidad del auditorio, sino que se tratará de ponderar qué expresiones pueden resultar artificiosas en boca del narrador. De acuerdo con lo que ofrezca cada texto, se decidirá mantener, en la enunciación, algunas “marcas o huellas del autor” (Ledesma, 2016: 41) que son las que diferencian el cuento de la anécdota: una construcción discursiva, una imagen, una metáfora o bien una palabra a la que no se desea renunciar y será memorizada para repetirla de manera fiel. 

3. Memoria e improvisación

Cómo aprender un cuento sin memorizarlo es una de las cuestiones sobre las que más han escrito narradores y narradoras profesionales. Existen diversas técnicas que cada quien podrá emplear en virtud de sus preferencias, pero también de las particularidades del texto oral construido: los núcleos de acción, el guion gráfico o storyboard, el esquema de planos y gráficos son algunas de las sugerencias más habituales (Ledesma, 2016). En todos los casos, la memoria juega un papel destacado en los procesos de apropiación de la historia. 

Habitualmente se considera que las personas que narran han sido dotadas de una memoria prodigiosa, capaz de almacenar decenas de historias, leyendas y cuentos, a menudo largos, complejos y enrevesados, y que, en virtud de esta capacidad extraordinaria, pueden volver a reproducirlos de forma fiel, sin apenas variaciones.11 Sin embargo, esto no es así: el narrador oral no trabaja de memoria, sino con la memoria.12 En tanto la narración es una construcción sumamente activa, que combina la propuesta inicial prevista con el contexto de la performance, exige una gran capacidad de improvisación no solo a nivel lingüístico, sino también en el plano de la gestualidad y la proxémica. 

Ya sea provocada deliberadamente por el narrador o bien espontánea, la participación de los interlocutores suele modificar el esquema planificado. “Manifiesta la participación −advierte Mato−, el narrador necesariamente deberá hacer algo con ella. Teóricamente se abren las siguientes posibilidades: dejarla totalmente librada a su propio desarrollo, jugar con ella, conducirla o contenerla” (Mato, 2017: 111). En todos los casos, será precisa una gran dosis de plasticidad para poder improvisar sin perder el hilo de la narración y sin dilapidar la atención y la comprensión de los oyentes. De este modo se establece un intercambio de mensajes entre participantes en el evento, que puede llegar a la alternancia de turnos en la toma de la palabra.

4. La performance

En el artículo “Aprendizajes corporales en la escuela”, Sardi et al. se preguntan por el lugar de los cuerpos en la formación docente universitaria: 

¿Se aprende, como profesores en formación, desde los cuerpos? ¿Qué conciencia del propio cuerpo se construye a lo largo de la trayectoria formativa en la universidad? ¿Qué experiencias corporales se atraviesan en la formación docente que constituyen a los estudiantes como profesores en formación? ¿Cómo influye la pertenencia disciplinar en el abordaje del cuerpo y su relación con la apropiación de conocimiento? (2020: 126)

Si consideramos que la narración oral constituye una performance,  término definido por Zumthor (1991: 33) como “[…] la acción compleja por la que un mensaje poético es simultáneamente transmitido y percibido, aquí y ahora” que involucra un texto, vale decir, aquello que se enuncia, producto de todas las operaciones descriptas anteriormente y un propósito que conscientemente se aspira a conseguir, pero también unos cuerpos que interactúan en un momento y un espacio físico determinados, podremos comenzar a encontrar algunas pistas para responder a esos interrogantes.  Como afirman Vich y Zavala (2004:13-14) no se trata de entender este conjunto de mediaciones como simples elementos que “rodean” al evento oral, sino más bien de señalar que ellas son sus fuentes constitutivas y los verdaderos motores en la producción de sus significados. 

Para recapitular: la traducción de lo escrito a lo oral, en el campo de la narración, requiere de operaciones complejas que movilizan saberes provenientes de distintos campos. ¿Por qué propiciar un espacio, dentro del trayecto curricular de formación docente, destinado a esta práctica? Por varios motivos, pero, especialmente, porque este trabajo de pasaje, efectuado de manera colaborativa, contribuye a profundizar el conocimiento de las relaciones oralidad / escritura; permite revincular contenidos curriculares del campo de la lengua con los que provienen de la literatura; acrecienta el dominio de las posibilidades de la voz y de la escucha, posibilita aprender con y desde el cuerpo. Todos estos factores actúan en beneficio del desarrollo de lo que llamamos una performance “profesoral”.

Para finalizar este texto no encuentro nada más apropiado que las palabras de María Teresa Andruetto:

Entre los africanos, cuando un narrador llega al final de un cuento, pone su palma en el suelo y dice: “aquí dejo mi historia para que otro la lleve”. Cada final es un comienzo, una historia que nace otra vez, un nuevo libro. Así se abrazan quien habla y quien escucha, en un juego que siempre recomienza y que tiene como principio conductor el deseo de encontrarnos alguna vez completos en las palabras que leemos o escribimos, encontrar eso que somos y que con palabras se construye (Andruetto, 2009: 19-20).

Dejo entonces mis palabras e invito a continuar este diálogo:

Ancha la mar, angosto el río, cuenten el suyo, que yo ya conté el mío.

1 Así comienza el relato El móvil de Hansel y Gretel, publicado por primera vez en el blog Orsai, de Hernán Casciari, el 7 de octubre de 2008: “Anoche le contaba a la Nina un cuento infantil muy famoso, el Hansel y Gretel de los hermanos Grimm. En el momento más tenebroso de la aventura los niños descubren que unos pájaros se han comido las estratégicas bolitas de pan, un sistema muy simple que los hermanitos habían ideado para regresar a casa. Hansel y Gretel se descubren solos en el bosque, perdidos, y comienza a anochecer. Mi hija me dice, justo en ese punto de clímax narrativo: ‘No importa. Que lo llamen al papá por el móvil’.

2 “Al final de cada caso hay una lista de “preguntas críticas”, es decir, tales que obligan a los alumnos a examinar ideas importantes, nociones y problemas relacionados con el caso. Estas preguntas, por la forma en la que están redactadas, requieren de los alumnos una reflexión inteligente sobre los problemas, y esto las diferencia enormemente de las preguntas que obligan a recordar una información sobre hechos y producir respuestas específicas” (Wassermann, 1994: 5).

3 Entre los nombres más destacados: Ana María Bovo, José Campanari, Claudio Ledesma, Daniel Mato, Ana Padovani y Graciela Pellizari.

4 Se trata de diez docentes a cargo de los espacios Prácticas del Lenguaje y Literatura, encuestadas/os en el marco del Proyecto de Grupos de Investigación “Lectura en voz alta y narración oral: tendencias investigativas y experiencias en contextos escolares” (2018-2021) financiado por la Universidad Nacional del Sur.

5 Valdría la pena recordar entender la doble acepción del verbo francés entendre: “oír” y “escuchar”, pero también “entender” (Nancy, 2002).

6 En la dramaturgia teatral clásica no es necesario incorporar a los espectadores para llevar adelante las representaciones.  En el relato oral de cuentos, en cambio, son una referencia ineludible. Se produce una interacción constante de mensajes entre quien narra y quienes escuchan, de ahí que no se hable de “público” sino de “interlocutores”.

7 En el caso de las narraciones de tradición oral recopiladas ya sea en forma impresa o digital, los grados de fidelidad varían en virtud de si se trata de un registro realizado por el recopilador a partir de lo escuchado de boca de un narrador, si ha sido adaptado o si se trata de una versión libre (Mato, 2017: 52).

8 En la antigüedad, el tamaño de un libro tenía la medida del tiempo que demandaba leerlo en voz alta. Entre 600 y 900 versos tiene un libro de Ilíada, Odisea, Eneida: el canto IV de La Eneida, en el que Eneas le cuenta a Dido la huida de Troya, tiene 705 versos. Esa cantidad de versos era lo que soportaba una audiencia.

9 Recuerda Daniel Mato que, en uno de sus talleres, una joven narró un cuento en primera persona y que, en un momento de la narración afirmó: “Entonces, me quité la camisa y así, en cueros…Para la mayoría de los presentes resultaron bastante incongruentes las circunstancias que a partir de allí se narraron, porque los personajes masculinos del relato parecían ignorar esta desnudez. Al culminar su narración la interrogamos y nos explicó que el relato original descansaba en un protagonista masculino” (Mato, 2017: 62).

10 La narración oral, en tanto forma híbrida, procura evitar los rasgos propios de la lengua oral espontánea:  muletillas, arranques en falso, anacolutos o frases inacabadas, como así también las “muletillas corporales” (Mato, 2017:107) que consisten en movimientos de manos o del cuerpo de manera involuntaria y sin sentido alguno en la performance que se está llevando a cabo.

11 En su libro El infinito en un junco, Irene Vallejo menciona el caso de algunos bardos bosnios que, a principios del siglo XX, dominaban treinta o cuarenta cantos orales, algunos más de cien y otros, incluso, hasta ciento cuarenta. “Uno de ellos recordaba que a los diez años acompañaba a su familia a los cafés del bazar, donde absorbía todos los cantos; no podía dormir hasta haber repetido las historias escuchadas y, cuando se dormía, quedaban guardadas en su memoria” (2020: 96).

12 La antigua retórica distinguía entre la memoria de las cosas y la memoria de las palabras (memoria rerum/memoria verborum). La primera no presenta dificultad: se registran las “imágenes” simples de las cosas concretas y las imágenes simbólicas de las abstracciones. La segunda implica la fiel exactitud lingüística y requiere del dominio de reglas mnemotécnicas (Desbordes, 1990).

Bibliografía citada:

ANDRUETTO, M. T. (2009) Hacia una literatura sin adjetivos. Córdoba: Comunicarte

BEUCHAT, C. (2006) Narración oral y niños: una alegría para siempre. Santiago: Ediciones Universidad Católica de Chile.

BOVO, A. M. (2002) Narrar, oficio trémulo. Conversaciones con Jorge Dubatti. Buenos Aires: Editorial Atuel. 

BROWN, G. y YULE, G. (1993) Análisis del discurso. Madrid: Visor Libros.

CAMPANARI, J. (2014) El anfitrión, el cocinero y el arte de contar historias viva voz. Guadalajara: Palabras del Candil.

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