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Lucía Sordini - Literaria

“Como entrar en un bosque por primera vez…” Jóvenes y literatura

(Celehis, UNMdP)

Empezar a leer fue para mí como entrar en un bosque
por primera vez y encontrarme de pronto con
todos los árboles, todas las flores, todos los pájaros.
José Saramago

1. Anaqueles frondosos 

En la cita que oficia como epígrafe del presente trabajo, Saramago compara los inicios de su experiencia lectora con el ingreso en un bosque enmarañado de árboles, flores y pájaros. En esa diversidad, el joven lector puede comenzar a recorrer senderos desmalezados, bien marcados, que impiden salirse del camino prefijado, aventurarse por otros apenas delineados o abrir nuevos y desafiantes atajos. Estas alternativas, cada vez más frondosas en el campo de la “literatura juvenil”, han sido indagadas por la crítica literaria, la teoría y los especialistas en didáctica de la literatura e interpelan hoy fuertemente a los docentes cuando se enfrentan al desafío de seleccionar textos para sus propuestas en el aula. En este artículo nos proponemos recorrer este bosque, sus pasajes y cruces, para interrogarnos acerca de las relaciones posibles entre los conceptos “literatura” y “jóvenes”, recuperando algunos de los aportes de los principales trabajos teórico-críticos que han abordado este binomio y, también, las transformaciones y corrimientos que han tenido lugar con la expansión de este campo editorial y sus diversas relaciones con el universo escolar y mediático.1

En primer lugar, cabe señalar que los jóvenes se vinculan con la literatura “a secas”, la que no necesita adjetivación y está destinada al público en general (Andruetto, 2009); también es cierto que disfrutan de aquellos textos destinados a las infancias –en especial aquellas ediciones particularmente desafiantes, como por ejemplo, los libros álbum–; sin embargo, a partir de la emergencia del joven como actor social y político destacado y de su configuración como consumidor diferenciado (Piacenza, 2017), se ha ido consolidando un corpus de textos especialmente pensado para ellos. 

¿Literatura infantojuvenil? ¿LIJ? ¿Literatura juvenil? ¿Literatura de jóvenes? ¿Escrita por jóvenes? ¿Destinada a los jóvenes? Entonces, ¿literatura para jóvenes? ¿Literatura de la cual los jóvenes se han apropiado? ¿Literatura que suele leerse con jóvenes? ¿En la escuela? ¿Por fuera de la escuela? ¿Literatura que los jóvenes eligen por sí mismos, comentan, reescriben y recomiendan? ¿Literatura que el mercado edita para satisfacer el consumo juvenil? ¿Cómo se construye esta compleja relación entre literatura y jóvenes? Patricia Bustamante, docente e investigadora de la Universidad Nacional de Salta, se hace preguntas similares: 

Pensar en el sintagma “literatura juvenil” nos interpela en torno de dos cuestiones básicas: ¿de qué literatura y de qué jóvenes hablamos? El adjetivo “juvenil” resulta, por lo menos, ambiguo. ¿Hablamos de literatura producida para jóvenes, de literatura escrita por jóvenes o de literatura sobre jóvenes? La ambigüedad dio lugar, históricamente, a una serie de controversias acerca de la existencia o no de este recorte y de su validez para el estudio del sistema literario. (2018: 50)

En contraste con las opiniones que a menudo se escuchan en diversos medios, los jóvenes en nuestro país leen y leen mucho. Como señalaba hace unos años Valeria Sardi, al analizar los resultados de la Encuesta Nacional de Hábitos y Prácticas de Lectura, entre el 90 y el 92 % de los jóvenes argentinos lee de manera sostenida e intensiva (2014: 69). Ahora bien, ¿qué textos leen los jóvenes?, ¿cuáles son sus modos de leer?, ¿cómo se construyen estas nuevas comunidades de lectura?, ¿qué tipo de prácticas lectoras se entraman allí?, ¿cómo intervienen el mercado, la escuela, las editoriales y las redes sociales en este marco? Estas son algunas de las cuestiones que abordaremos en este trabajo.

2. Recorridos por el bosque de la lectura

El bosque es una metáfora para el texto narrativo… Un bosque es, para usar una metáfora de Borges…, un jardín cuyas sendas se bifurcan. Incluso cuando en un bosque no hay sendas abiertas, todos podemos trazar nuestro propio recorrido decidiendo ir a la izquierda o a la derecha de un cierto árbol y proceder de ese modo haciendo una elección ante cada árbol que encontremos. En un texto narrativo, un lector se ve obligado a efectuar una elección en todo momento.
Umberto Eco

Podríamos apropiarnos de lo dicho por Umberto Eco para referirnos al conjunto de textos destinados a o leídos por los jóvenes. Este corpus también es boscoso, con senderos que se bifurcan, sendas abiertas y atajos peligrosos que exigen tomar decisiones permanentemente. Los jóvenes lectores, los docentes que deben seleccionar las lecturas para sus aulas de literatura (Gerbaudo, 2011), los investigadores y críticos, los editores y libreros, en fin, los diversos agentes que recorren este bosque, dibujan  travesías a partir de mapas conocidos o se aventuran por caminos nuevos, que despiertan tanto sospechas como expectativas.

En este sentido, tanto en el marco de los discursos académicos hegemónicos como en los discursos sociales que circulan en diversos medios, el concepto “literatura juvenil” se asocia a libros con un claro propósito comercial, con llamativos diseños de tapa, vinculados a veces con éxitos del cine o la televisión; libros protagonizados habitualmente por jóvenes; textos narrativos, integrantes de sagas que impulsan al consumo de varios libros, pertenecientes al género de terror, de aventuras, de ciencia ficción, al fantasy; publicados por editoriales que tienen un circuito independiente de las consideradas “serias” o preocupadas por “el valor literario” (Lluch, 2005). Evidentemente, estas características que suelen mencionarse son a la vez producto y productoras de ciertas representaciones del joven –y en especial del joven lector– y de sus búsquedas o inquietudes vinculadas con la ficción y el lenguaje literario. 

Estas representaciones no parecen referirse a libros destinados a la escuela. Sin embargo, desde hace un par de décadas, también las editoriales vinculadas con el ámbito escolar incluyen en sus catálogos y en los stands de las ferias una sección –cada vez más importante y destacada– dedicada a la literatura juvenil. Como señalan Cañón y Stapich (2012), en este siglo, el campo de esta literatura se ha expandido. Las autoras se apropian del concepto género “de borde” planteado por Analía Gerbaudo (2009) para definir a esta conjunto de textos que incluye las novelas que ficcionalizan nuestra historia reciente, la fantasía heroica latinoamericana, títulos que dan cuenta de otras representaciones acerca de las nuevas infancias y juventudes, y formatos en los que la ilustración y el diseño asumen importantes desafíos retóricos en diálogo con el lenguaje verbal. Por tanto, es interesante preguntarnos: ¿qué representaciones de los jóvenes lectores construyen estos listados más vinculados con una circulación escolar?, ¿qué temáticas, géneros, personajes se publicitan en estos casos?, ¿cuáles son los recursos que utilizan para invitar a su lectura?, ¿son libros destinados a una lectura exclusivamente escolar? Estos interrogantes nos permiten actualizar debates sobre el tema que se iniciaron en los últimos años del siglo XX en nuestro país y cuyos ecos se siguen escuchando en la actualidad. 

3. De almohadones y guisantes 

en las bibliotecas, los blandos almohadones simbolizaban la facilidad… domesticados, clasificados, encarrilados, pasteurizados y homogeneizados, los retoños de esos territorios salvajes pueden convertirse en fuente provechosa de ingresos. Al fin de cuentas, el arte,… la literatura y el juego también se venden.
Graciela Montes

El inicio de la llamada “literatura juvenil” destinada a una circulación escolar en nuestro país tuvo lugar con la publicación de la novela de Alma Maritano, El visitante (1984) en la colección Leer y Crear de Colihue. El éxito de este libro hizo que la editorial redoblara la apuesta y publicara, en 1986, Vaqueros y trenzas, y dos años después, En el sur (1988). Se conformó así esta saga, protagonizada por un grupo de adolescentes que atraviesa los años de su educación secundaria y que tuvo gran aceptación en las escuelas. Este hecho inédito en nuestro país despertó el interés (y también, la alarma) entre los especialistas. En líneas generales, en las décadas del ’80 y del ’90 en Argentina, o bien se incluía la literatura para jóvenes en el conjunto de la llamada “literatura infantojuvenil” o “LIJ”, o directamente se negaba su existencia, señalando que los libros “juveniles” no eran más que un producto de mercado, ajeno al campo de la literatura. Sin embargo, un curioso antecedente que marca un quiebre con estas representaciones es el que se planteó en los Seminarios-Taller realizados en la Universidad de Córdoba entre 1969 y 1971, donde los ejes de trabajo se dividían en literatura infantil y literatura juvenil, con diferentes temáticas asociadas a cada uno. En las Conclusiones del Seminario (1971) se deposita una gran confianza en el texto literario juvenil como formador de lectores al propiciar la reflexión de las inquietudes asociadas a la edad del adolescente en tanto sujeto particular anclado en su tiempo. Por este motivo, el colectivo de especialistas que pensó estas Conclusiones propone ciertas características para el género que la crítica releva posteriormente, como por ejemplo la identificación del lector con los personajes por compartir edad y universo simbólico, y la clasificación de los textos literarios en relación a “criterios de utilización” (VV.AA., 1971: 17) en la escuela. 

A pocos años de la publicación de Vaqueros y trenzas y en pleno auge de la lectura de esta saga en las escuelas, Claudia López y Gustavo Bombini (1992) publican uno de los primeros artículos sobre el tema: “Literatura ‘juvenil’ o el malentendido adolescente”, donde cuestionan este corpus de textos ad hoc, que instaura un “realismo simplificador” y promueve una identificación entre el lector modelo y los personajes. En este sentido, los autores alertan acerca de la desficcionalización de estas obras construida a partir de la deshistorización y la descontextualización.

En el bosque silvestre y salvaje, comienzan a brotar estos retoños “domesticados, clasificados, encarrilados, pasteurizados y homogeneizados” (Montes, 1999: 58), en tanto la escuela y el mercado les abren caminos y los abonan para que puedan crecer. La crítica literaria y los especialistas en la didáctica de la literatura cuestionan estos senderos que no se bifurcan e invitan a un recorrido lineal, cómodo, colmado de almohadones. En esta línea, en España, los trabajos de Gemma Lluch también analizan estas obras como una “literatura periférica” (2007), una suerte de “psicoliteratura” (1996), que a través de una serie de “mecanismos de adicción” (2005) busca la identificación con el lector a través de la narración de aventuras de iniciación, donde se abordan los temas que se supone preocupan a la juventud (el bullying, la anorexia), con predominio de la primera persona y profusión de diálogos, en los que se intenta poner en juego un cronolecto adolescente. Se trata, según esta autora, de libros regidos por un interés formativo, en el mejor de los casos, o simplemente un interés de mercado, organizados a partir de la estructura de sagas y rodeados de merchandising, construidos a partir de textos lineales, sencillos, reiterativos, sin desafíos retóricos. Son estos textos los que, según Bustamante, “…ofrecen una lectura cómoda, sin retos, una “lectura de almohadón” (…) producto de una innegable lógica de mercado (…) son seductoras, de lectura rápida, lineal, sin mayores sobresaltos” (2018: 52). Bustamante toma el concepto de “lectura de almohadón” de Graciela Montes, quien define así a la literatura “llamada muchas veces ‘placentera’ –una lectura confortable, previsible–” (1999: 69), rasgos que para muchos especialistas definirían precisamente a la literatura juvenil. 

Estas características son para muchos, justamente, tanto la razón de su éxito en el mercado como de su rechazo en el marco de ciertas poéticas, como puede verse en las siguientes palabras de Liliana Bodoc: “No me parece que un relato escrito para lectores jóvenes deba ser pura comodidad, un sillón con almohadones donde tirarse a pasar un rato. Creo, en cambio, que la literatura debe ser una opción de pensamiento… Es deseable que la palabra literaria nos atraviese y nos transforme” (2017: 131-132). 

También entre los investigadores hay quienes señalan la potencia de estos textos, gracias a sus tramas más cercanas y convocantes para los jóvenes, que permiten por tanto un acercamiento a la práctica cultural de la lectura y promueven de esta forma espacios de subjetivización y socialización. En este sentido, pueden verse los trabajos de Charles Sarland, educador inglés, quien sostiene el valor de los textos más accesibles, vinculados con ficciones del cine, la televisión y los best seller, libros atrapantes que propician la identificación del lector: “La ficción –sostiene– es una fuente de información cultural y los jóvenes leen para obtener información cultural” por lo que estos libros“ofrecen sitios de tipificación y definición cultural” (2003: 131). En nuestro país, Carolina Cuesta realiza una lectura crítica del trabajo de Sarland, y prefiere hablar de “conocimientos culturales”, en lugar de “información cultural”, para referirse a los saberes que entran en juego al apropiarse de un texto literario. Y aclara:

No es que los lectores ‘se encuentran’ o ‘no se encuentran’ al decir de Sarland, en los textos según su psiquis o procedencias de clase en sentido socioeconómico, sino que cada texto se les presenta como un hecho ideológico, a saber, como una puesta en acto de la cultura escrita cargada de múltiples conocimientos culturales con los que ellos tendrán que lidiar para conocer si los comparten o no. (Cuesta, 2006: 78)

Y, en este sentido, hay textos con los que es más fácil “lidiar”. Facundo Nieto analiza precisamente, “lo bueno de los libros malos” destacando que la lectura de estos títulos en la escuela permite generar “un espacio de lectura libre en el que el lector tenga la posibilidad de establecer un nexo inmediato con un mundo ficcional, con temas que, en ocasiones, la escuela ignora y con un camino iniciático de consumos culturales alternativos” (2017: 148).

De todos modos, el corpus de textos agrupados dentro de la categoría literatura juvenil se ha expandido desde sus inicios, las propuestas estéticas se han diversificado, la crítica ha ensayado nuevas lecturas y categorías, los jóvenes se han apropiado de estas ofertas editoriales y toman la palabra para comentarlas, recomendarlas e incluso escribirlas. Ante esta diversidad, existen quienes continúan considerando todo este corpus como una “lectura de almohadón”, tranquilizadora, consumista, cómoda y pasiva, pero también, gracias a la publicación de títulos que permiten cuestionar estas representaciones estereotipadas, hay quienes problematizan cualquier mirada generalizadora. 

En efecto, en la actualidad, la literatura juvenil es analizada desde diferentes perspectivas, demostrando que entre los almohadones hay “guisantes” que interrumpen el sueño, que convocan a la vigilia, que nos invitan a leer levantando la cabeza, como diría Roland Barthes (1994). Este corpus genera hoy nuevos modos de leer, nuevas comunidades de lectura, nuevas formas de apropiación y socialización, nuevos habitus, en síntesis, nuevas prácticas, encarnadas “en gestos, espacios, costumbres” (Chartier, 1999: 10), que cuestionan la representación de la lectura silenciosa, aislada y reservada solo para ciertos sectores socioculturales o para ciertas edades. Es decir, a partir de los vínculos entre jóvenes y literatura podemos reflexionar en torno a la mutación que vive actualmente el sistema literario en su conjunto y los cuestionamientos que esto conlleva. Alessandro Baricco, en su libro Los bárbaros. Ensayos sobre la mutación, dice al respecto: 

Podría ser, soy consciente de ello, el normal duelo entre generaciones, los viejos que se resisten a la invasión de los más jóvenes, el poder constituido que defiende sus posiciones acusando de bárbaros a las fuerzas emergentes, y todas esas cosas que siempre han ocurrido y que ya hemos visto mil veces. Pero esta vez parece distinto. (2010: 13)

Este corpus hoy heterogéneo, que no se deja encasillar y no responde a las lógicas binarias que a menudo rigieron los análisis literarios, invita entonces a repensar categorías y diseñar nuevas formas de abordaje y organización. 

4. Una biblioteca de hojas perennes

De los vegetales de hojas perennes, ninguno se reproduce
tan rápidamente como mi biblioteca. Sus vástagos, sus brotes
y retoños amenazan con asfixiarme en primavera.
Ana María Shua

Como sostiene Roger Chartier (1992), la cultura está conformada por conjuntos de representaciones y prácticas a través de los cuales los individuos construyen sentidos y se autofiguran a partir de determinadas convenciones y necesidades sociales. La literatura es una textualidad que propicia la observación de los cambios en las representaciones a lo largo del tiempo, no sólo en los textos propiamente dichos, sino en los modos en que esos textos han sido leídos por tales o cuales lectores. En muchos casos, cuando se empieza a leer un texto académico acerca de la literatura juvenil, el lector se encuentra con un denominador común: el autor comienza problematizando lo que implica este término (López y Bombini, 1992; Cañón y Stapich, 2012; Perriconi, 2012; Blanco, 2013; Nieto, 2017; Bustamante, 2018; Labeur, 2019). Esto da cuenta de la inestabilidad conceptual que acarrea y también de la percepción de la crítica acerca de su ambigüedad. 

Podemos observar las mutaciones que se producen por el paso del tiempo sobre el objeto literatura para jóvenes como una manifestación clara de los cambios en los modos de leer de la crítica. Esta noción, definida por Josefina Ludmer (2015) como “formas de acción” y “códigos de lectura” implicadas en el trabajo crítico (académico y periodístico), involucra posicionamientos sobre la interpretación que producen cambios en la literatura. Los modos de leer, por otro lado, en su pluralidad dan cuenta de las luchas del campo literario de los diversos agentes y grupos. En los últimos años, se han publicado varios artículos que vuelven a pensar el objeto literatura juvenil (Carranza, 2020; Nieto, 2017, 2019; Labeur, 2019), revisando los juicios –y prejuicios– en relación a su alcance y definición. Estas revisiones hacen foco en el joven como lector, productor y consumidor y pueden relacionarse estrechamente con los cambios en las representaciones de jóven(es) y juventud(es). 

En su libro Dar para leer (2019), Paula Labeur parte de un ejercicio de invención para elaborar una clasificación de las lecturas de los jóvenes. Imagina siete estantes de una biblioteca juvenil partiendo de dos certezas: que existe un lector joven y que ese sujeto lee dentro y fuera de las instituciones educativas. A partir de esta analogía construye una posible organización de este corpus diverso y aparentemente inaprensible.

Así es como en el primer estante Labeur ubica aquella literatura de género realista escrita para jóvenes que están en la escuela, en la que habitualmente hay un narrador en primera persona que se identifica con un adolescente de clase media. Estos textos le sirven a la autora para establecer vínculos entre escuela y mercado. Pero es producto de la incorporación de los otros estantes que se generan debates y problematizaciones. De este modo, aparecen espacios para: textos escritos antes del siglo XX, libros que circulan por fuera de la escuela y la literatura “a secas” recortada –sea por los Diseños Curriculares como por los docentes– para leer en el aula. 

Para Labeur merecen una mención especial los textos escritos por jóvenes, incluidos en el último estante. Muchos adolescentes en la actualidad son consumidores y productores de diferentes tipos de contenido, incluyendo el multimediático, alimentando al campo cultural. Este estante nos recuerda ciertas definiciones de la crítica en el marco nacional que comenzaban su conceptualización del género “desmalezando” la preposición ausente entre el par literatura/infantil y juvenil. De modo que la literatura escrita por niños y jóvenes quedaba fuera de los alcances del objeto de estudio (Pastoriza de Etchebarne, 1954, 1962; Bornemann, 1976). En este sentido, la inclusión de estos textos dentro del campo propone la ampliación de sus fronteras y deconstruye, de algún modo, la figura de autor, en tanto reconoce al joven en ese rol. De hecho, algunos de los ejemplos que propone la autora, como La venganza del cordero atado de Camilo Blajaquis, no están asociados en el imaginario de la crítica –como podemos observar en las múltiples reseñas, ponencias y artículos que circulan desde su publicación en 2010– a la literatura juvenil, sino a la literatura “a secas”. Por otro lado, este estante recupera el lugar de los jóvenes en la actualidad como consumidores y productores de diferentes tipos de contenido, incluyendo el multimediático, alimentando al campo cultural.

Sin dudas estos estantes abren una serie de preguntas en torno a la construcción del canon –¿o los cánones?– de la literatura juvenil. Por ejemplo, la inclusión de los textos clásicos escritos antes del siglo XX, como Mujercitas de Louise May Alcott, o la saga Papaito piernas largas, reenvía inmediatamente a la pregunta por la circulación de los libros, los préstamos, coexistencias, donaciones y apropiaciones –para continuar con la metáfora de la biblioteca– entre la literatura juvenil y la literatura a secas. En este sentido, podemos pensar que como existen textos “de borde” (Gerbaudo, 2009; Cañón y Stapich, 2012) también existen textos bifrontes que se encuentran en el canon de la literatura juvenil y en el de la literatura a secas, lo que plantea una serie de debates en torno a los procesos de canonización de los textos tanto dentro como fuera del campo de la literatura para jóvenes y del ámbito escolar. 

A partir de estas problematizaciones que el texto de Paula Labeur habilita, y siguiendo el juego de imaginar qué otros estantes podrían habitar la biblioteca juvenil, pensamos en aquella literatura para niños que leen los jóvenes dentro o fuera de la escuela. Son producciones ambivalentes (Shavit, 1999) que no apelan única o necesariamente al niño como lector. El  caso del libro álbum es un ejemplo paradigmático. Un género históricamente asociado a la literatura para niños que deposita en el lector una gran confianza para que produzca los sentidos del texto y que, en los últimos años, ha vivido un auge editorial. Se trata como propone Bajour (2016), de un macrogénero ya que estos libros pueden ser narrativos y poéticos, y también fantásticos, realistas, maravillosos, incluso generando híbridos entre los géneros. Esta idea nos invita a pensar en el libro álbum como un lenguaje artístico donde se interconectan diferentes códigos (texto literario, texto visual y diseño) y que reclama un lector que construya sentido a través de la lógica interna de esos lenguajes que componen las páginas, nuevos modos de leer a partir de la pugna entre la sucesión (lectura lineal de la palabra) y la suspensión (lectura espacial de la imagen) (Schritter, 2005). 

En los últimos años, el mercado editorial ha explotado este género y otras textualidades de la literatura para niños con gran profusión de títulos, premios y espacios de formación específicos. Esta saturación tiene, creemos, consecuencias que afectan al campo de diversas formas. Una de ellas nos resulta significativa en función de la delimitación del objeto literatura para jóvenes, la ampliación del público lector.  La circulación de estos textos dentro y fuera de la escuela dejan ver las fronteras mutantes entre la niñez, la juventud y la adultez.

Trazar relaciones paratextuales o intertextuales de diverso tipo, sea entre textos literarios o entre literatura y otros saberes es un ejercicio común en la crítica literaria. Este breve recorrido a través de la propuesta crítica de Labeur permite problematizar los vínculos entre literatura, escuela y mercado, en diálogo con otras cuestiones que se desprenden de ellos, como las representaciones de juventud y el canon literario.

6. Dentro del bosque se les oye cantar… 

¡Mira esas flores, Caperucita Roja! ¡Qué bonitas! Esas que crecen ahí,
al pie de los árboles. Acércate a mirarlas y mira lo bonitas que son.
Si no te apartas del sendero, no oirás los trinos de los pájaros.
Dentro del bosque se les oye cantar todo el rato, y es maravilloso.
Charles Perrault, “Caperucita Roja

Es necesario penetrar el bosque, recorrerlo, acercarse para descubrir los nuevos brotes que crecen a la sombra y oír los trinos cantarines entre las hojas de los libros. Los senderos marcados, las críticas maniqueas, los rótulos fijos limitan los recorridos.

Una vez dentro del bosque de la lectura, la biblioteca de hojas perennes, los anaqueles con nuevos brotes exigen al mediador, al docente, al crítico repensar el canon literario, aventurarse con textos, géneros y autores que refundan pactos y estéticas. Parafraseando a Elena Stapich (2016), queremos imaginar el campo de la literatura para jóvenes como un espacio de diálogo auténtico entre los adultos y los jóvenes que nos permita desarticular los prejuicios con los que nos hemos dificultado una relación sincera con sus modos de lectura, de apropiación de la palabra escrita y leída. No es nuestro objetivo aquí plastificar el debate ni ponerle una vitrina de cristal a esta biblioteca, sino proponer diferentes puntos de apoyo que nos permitan seguir haciéndonos preguntas. Continuemos, entonces, colocando ménsulas, guías y estantes a partir de los libros (y textos) que tenemos sobre la mesa.

1 Una primera versión de este trabajo fue presentada en el Segundo Congreso Latinoamericano de Comunicación de la UNVM (Bayerque, Couso y Hermida, 2020).

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