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Evita en el Cabildo Abierto del Justicialismo, 22 de agosto de 1951

Eva Perón y su pasaje a la inmortalidad: apuntes sobre la reina plebeya

IECH (UNR) / Conicet

Philippe Ariès en L’homme devant la mort —donde introduce una pormenorizada cronología sobre la actitud de los hombres ante la muerte— reconoce que a partir del siglo XX se produce sobre ella una interdicción: de esta manera, se reemplaza al tabú de la sexualidad por el de la muerte.1 Los hombres empiezan entonces a sentir una sensación de vergüenza frente al fin de la vida, y la muerte comienza a ser esquivada y relegada a la sala hospitalaria de terapia intensiva, lejos de la familia y de la morada de los seres vivos. Ya no se muere en la casa y los ritos funerarios se cargan de un tono muy particular: el de la negación de la muerte. Los difuntos, que hasta ese momento ocupaban un lugar central en el rito, quedan relegados en beneficio de los sobrevivientes, a quienes se debe proteger del dolor. Esto explicaría por qué las condolencias con abrazos y sollozos tienden a desaparecer en las sociedades occidentales, al igual que el rito del luto. “En otros tiempos —dice Louis-Vincent Thomas en La muerte. Una lectura cultural— quien se negaba a guardar luto era marginado de la sociedad; hoy quien pregona su dolor es asimilado a los enfermos contagiosos, los asociales: es alguien que necesita un psiquiatra” (129). Los análisis que sobre este tema se han realizado en Argentina señalan en la década del 40 el momento en que este ocultamiento de la muerte comienza a visualizarse en los ritos funerarios.2 El acto de morir se ha vuelto obsceno y como tal debe ser ocultado. El mercado funerario se estandariza, el ritual póstumo se deja en manos de empresas especializadas y el duelo excesivo se vuelve vergonzante.

Sin embargo, y en contra de estas modificaciones culturales en relación al tema de la muerte, en 1952 las honras fúnebres de Eva Perón fueron planificadas desde el régimen peronista con todo el esplendor y la visibilidad pública que ofrecen los entierros de los monarcas o de los líderes autoritarios. La nación entera estuvo de luto forzoso durante trece días, dos millones de personas acudieron a ver su cadáver yacente y la oratoria oficial la consagró ya definitivamente como la jefa espiritual de la Nación. Pero la santificación de Eva Perón impulsada desde el peronismo, como sagazmente apunta Donna Guy, se basó en una arraigada creencia popular: miles de argentinos efectivamente creían que ella era capaz de hacer milagros.3 Es desde allí que durante y después de su muerte, Eva pueda ser comercializable como una santa popular.4

Es decir que la monumentalización a la que el régimen peronista sometió al cuerpo de Eva después de su muerte —con la decisión presidencial de embalsamar su cadáver siguiendo supuestamente su propio deseo— tendría dos soportes principales: la sacralización de su imagen, de acuerdo a la narrativa cristiana, a  partir de una ecuación entre la idea de sufrimiento y la de su acción social, y el trabajo de estetización de su cadáver, en el proceso de embalsamiento, con la acción que sobre su cuerpo ejerce el doctor Pedro Ara. Se podría plantear entonces que el régimen peronista de alguna manera, en su determinación de convertir a Eva en una santa laica, ejerce sobre su cuerpo no sólo un tipo de lectura particular, que proclama en afiches, propagandas, libros de lectura y declaraciones públicas, sino que también imprime una cierta violencia sobre su cuerpo muerto, al que momificándolo le impide el natural descanso que la sepultura ofrece a los difuntos, y el proceso de desintegración paulatina de sus restos mortales. De esta manera, la reconfiguración simbólica del cuerpo que desencadena el proceso de momificación admite una interpretación: en el caso de Eva Perón el acto de morir podrá ser leído como un pasaje de la vida a la inmortalidad.  A diferencia del intertexto cristiano que nos habla de la inmortalidad del alma, el peronismo ejecutó una operatoria para eternizar también su cuerpo. Pero a partir de la ruptura que se imprime con esta operación al destino natural de putrefacción y desintegración de los despojos, el cadáver de Eva se transforma en un cuerpo híbrido: entre la vida y la muerte, los efectos de la acción que ejerce el doctor Ara sobre ella la transformarán en una muñeca rubia, una zombi en la lectura que hace Néstor Perlongher en “El cadáver de la Nación”.

El mito de Eva Perón se asentará en su rigidez cadavérica, pero este cadáver, como también lo señala Perlongher con ironía, es un cadáver que se maquilla.5 Maquillarlo, transformarlo en un objeto estético, es precisamente la función que el propio embalsamador reconoce haber desarrollado. En el prólogo al libro donde Ara anuncia la verdadera historia del embalsamamiento, el doctor Pedro Olivares define así la técnica de momificación de su colega: “la conservación de los tejidos humanos muertos, cuyas técnicas han sido perfeccionadas por el doctor Ara, permite hoy mantenerlos inalterables eternamente, sin dañar la materia procesada” (Ara 8, énfasis nuestro). De esta manera, el cuerpo de Eva Perón —que Olivares define como “la máxima obra científica y artística” de Pedro Ara— logra acceder a la inmortalidad gracias a la técnica de la parafinización, cuyo objetivo es “fijar y expresar de manera estática y permanentemente fiel las formas de la naturaleza humana” (9). Pero ese logro sólo puede ser posible gracias a un artificio que desbarata la natural secuencia entre la vida y la muerte:

Debe perpetuar la belleza natural porque es necesario que el cuerpo refleje no la fisonomía de los muertos con huellas de sufrimiento sino la expresión de eterno reposo y de una serena placidez, como decía el maestro Ara: “Como si al cuerpo le faltara el soplo vital”. (Ara 9, énfasis nuestro)

Preparar entonces el cadáver de Evita para la inmortalidad significará ya no sólo asimilar su sufrimiento a la santidad, sino incluso ir más allá: borrar cualquier huella de dolor humano, es decir los rastros de su agonía. De esta manera, Eva se convierte en un artefacto, una construcción artificial, despojada de los indicios de la vida pero también de la carnalidad propia de los humanos. Hacer de un cuerpo muerto un simulacro de vida, pero de vida feliz: como si estuviera dormida, dice Ara. Un artefacto que gracias a los métodos parafínicos la ubicará entre la vida y la muerte, como suspendida, escindida del mundo de lo real y que movilizará en el imaginario popular, y también en el literario, todo el poder de fascinación que genera lo ominoso, lo siniestro. Al referirse a la etimología de este término, Sigmund Freud la remite a la palabra alemana unheimlich, cuyo concepto está próximo al sentido de lo espantable, lo angustiante, lo espeluznante. Aunque en general esta voz es antónimo de heimlich y de heimisch (que significan lo íntimo, secreto, familiar, doméstico), el maestro de Viena admite que heimlich no posee un sentido único: esta palabra pertenece a dos grupos de representaciones que, sin ser precisamente antagónicas, están no obstante bastante alejadas entre sí. Se trataría entonces de lo que es familiar y confortable, por un lado, pero también de lo oculto, disimulado por el otro. Esta ambivalencia precisamente es la que desplegará el sentido de lo siniestro:6 ese in-between, ese espacio intermedio entre la vida y la muerte en que se encuentra el cuerpo de Eva después de ser momificada. Al pasar revista a las personas y cosas, a las impresiones, sucesos y situaciones que pueden llegar a despertar el sentimiento de lo siniestro, Freud admite que un caso por excelencia sería “la duda de que un ser aparentemente animado, sea en efecto viviente; y a la inversa: de que un objeto sin vida esté de alguna forma animado” (“Lo siniestro”, sin s/r). Y en este sentido remite a la impresión que despiertan las muñecas “sabias”, las figuras de cera y los autómatas. Freud percibe que el efecto desestabilizador que producen los cuentos de E.T.A. Hoffman — al que considera “el maestro sin par de lo siniestro en la literatura”— tiene lugar a partir de una sensación de regresión del sujeto a determinadas fases de la evolución del sentimiento yoico:

[L]a vida psíquica inconsciente está dominada por un automatismo o impulso de repetición (repetición compulsiva), inherente, con toda probabilidad, a la esencia misma de los instintos, provisto de poderío suficiente para sobreponerse al principio del placer; un impulso que confiere a ciertas manifestaciones de la vida psíquica un carácter demoníaco, que aún se manifiesta con gran nitidez en las tendencias del niño pequeño, y que domina parte del curso que sigue el psicoanálisis del neurótico. Todas nuestras consideraciones precedentes nos disponen para aceptar que se sentirá como siniestro cuanto sea susceptible de evocar este impulso de repetición infantil. (“Lo siniestro” s/r)

“Era una muñeca perfecta, de carne y hueso; no de cera”, reconoce en la película La tumba sin paz el coronel Héctor Cabanillas, uno de los encargados de esconder el cadáver momificado después del golpe de la Revolución Libertadora en 1955. El propio Ara admite en su autobiografía el hiato irreconciliable que separa al cadáver embalsamado, su máxima obra científica y artística, de los despojos mortales de Eva. Pocos minutos luego de su muerte, se convoca al anatomista a la cámara mortuoria para comenzar con su trabajo. “Sobre su lecho –escribe– dormía para siempre el espectro de una rara, tranquila belleza, liberada, al fin, del cruel tormento de una materia hasta el límite corroída y de la tortura mental sostenida por la ciencia que, esperando el milagro, prolonga el suplicio” (62, subrayado nuestro). De esa agonía que el cuerpo sufriente de Eva debió atravesar en el proceso de su muerte no deberán quedar rastros. Un día después de su deceso, el 27 de julio de 1952, y luego de colocarle un par de inyecciones, Ara consignará en su diario que “el cadáver de Eva Perón era ya absoluta y definitivamente incorruptible” (63). El peluquero Julio Alcaraz y la manicura ayudarán a completar el trabajo estético sobre el cadáver, peinando sus cabellos y cambiándole el color del esmalte de uñas. Será entonces el momento en que la peluquera pronunciará el veredicto final sobre la obra: “Parece dormida”, un diagnóstico que Pedro Ara reiterará obsesivamente a lo largo de todo el libro. Como dicen Cortés Rocca y Kohan, la función que Ara cumple es la de preservar los signos de la vida en el cuerpo muerto de Eva (63).

Las más de trescientas páginas del libro de Ara consignarán, paso a paso, la obsesión con que el científico se aboca al cuidado de su muñeca, a tal punto que frente a los peligros que el médico imagina puede correr la momia, traslada su oficina a la sede de la CGT, donde puede cuidar a tiempo completo de su obra. Un momento de gran nerviosismo se produce cuando se entera de que, durante los interminables días en que el cuerpo embalsamado fue velado, y sin su expresa autorización, algunos empleados tomaron una decisión “perturbadora”: abrir dos veces el féretro para desempañar por dentro el cristal de la tapa. De esta manera, alega preocupado, se ha puesto “en peligro la estética de la conservación pues, al desecarse las partes más delicadas, como son los dedos, los párpados, los labios, etc., la deformación fisonómica pudo haber sido definitiva” (75, énfasis nuestro). Atemorizado ante el hecho de que alguna intervención inconsulta ponga en peligro su obra, Ara logra convencer a Juan Domingo Perón de que se dé por finalizado el velatorio, para poder así abocarse sin ningún tipo de peligros a los procesos finales del embalsamamiento.

En su diario, el anatomista admite las extrañas repercusiones que ha provocado entre la gente la representación de la vida en el cuerpo muerto de Evita: que sólo parezca dormida hará dudar al gobierno de la Revolución Libertadora de 1955 sobre “si lo que guardábamos en la CGT era realmente o no un cadáver humano” (79). El médico catalán —aunque asegura que lo que ofrece a continuación es sólo una síntesis de los incontables comentarios que recibió— se refiere a las reacciones “increíbles”, “absurdas” que en la gente produjo la visión del cuerpo momificado. En tanto éste es una representación de Eva Perón que Pedro Ara ajusta en detalle a partir de su archivo fotográfico, quienes la observan terminan pensando que se trata tan sólo de una muñeca:

Para empezar, una señora extranjera de elevada posición social, díjome, adoptando un aire misterioso:

 —Yo no sé, doctor, lo que han hecho con esa pobre mujer, pues la han dejado reducida al tamaño de una muñeca; seguramente no llega a un metro de la cabeza a los pies.

Por lo visto, según nuestra dama, habíamos resuelto el que creíamos insoluble aunque inútil problema de encoger los huesos en veinticuatro horas y sin sacarlos del cuerpo.

Unas señoras, confundiendo las sombras producidas por las luces del otro lado con el color de la piel, afirmaban muy serias que se estaba poniendo negra.

Otras, en cambio, sostenían que era imposible que a la señora se la hubiera podido conservar tan bonita: debía de ser artificial; y sin detenerse aquí pasaron a propalar que desde semanas o meses antes de la muerte ya se tenía preparada otra cabeza estupendamente imitada.

Para algunos, sólo era verdad lo que se veía a través del óvalo de cristal: es decir, la cabeza y el cuello; todo lo demás —afirmaban segurísimos— hubo de ser quemado a causa de su enfermedad. (79–80)

En El cadáver imposible, José Pablo Feinmann ironiza precisamente sobre este aspecto siniestro que adquieren las muñecas mecánicas:

¿Imagina usted la figura de Ana? Ana es una muñeca viviente. Tiene ese aire entre cándido y terrible de las muñecas. ¿Necesito mencionarle la estética de la muñeca que cobra vida? Usted la conoce: hay pocas cosas tan terroríficas como la muñeca (o el muñeco si usted quiere) que se lanza a caminar. (102)

Texto híbrido, a mitad de camino entre la novela gótica, el folletín macabro y el policial negro, El cadáver imposible (1992) narra la historia de Ana, una niña de nueve años que acuchilla a su madre y al amante de ella cuando los encuentra realizando el acto sexual en la mesa de la cocina de su casa. Después de incendiar la vivienda para evitar que los crímenes se descubran, no obstante, Ana es enviada a un reformatorio, el Coronel Andrade, que se encuentra en la ciudad del mismo nombre. Ante el clima de permanente indisciplina que se respira entre las internas, el director del lugar convoca a una nueva jefa de celadores, Elsa Castelli, a la que se describe como “una mujer alta, rubia, cuyo rostro no nos es desconocido” (80). Además, y por si el lector encuentra la similitud con Eva Perón demasiado difusa, el narrador agrega otros detalles: “la mujer viste un traje sastre gris y ha peinado sus cabellos rubios con un rodete” (32).

De alguna manera se podría decir que Elsa Castelli llega al reformatorio para reparar simbólicamente la relación de Ana con su madre. Desde allí, la protege y la convierte en su niña mimada, frente a los celos desmedidos de las otras reclusas. A Ana le gusta fabricar muñecas de trapo, y Elsa Castelli decide montarle un taller de costura donde la niña pueda desarrollar con rigurosidad su talento. Sin embargo, frente a las otras reclusas, la celadora es despótica, autoritaria, y dirige los destinos del reformatorio bajo la ley del terror —“aquí rige la pena de muerte. Voy a ser el juez y también el verdugo. Voy a decidir quién va a vivir y quién va a morir. Y a la que tenga que morir…la mato yo”, anuncia inflexible ante las reclusas (34).  El asesinato de una de las internas en manos de la celadora desencadena así una ola de venganza. Cuatro reclusas deciden acuchillarla y luego descuartizarla. En una estridente parodia de la fetichización del cuerpo de Eva Perón, Ana —que ha espiado a sus compañeras mientras éstas asesinan a la celadora— logra rescatar su cabeza del horno y esconderla. Además, las autoridades del reformatorio sólo consiguen encontrar una mano de la mujer asesinada, a la que irónicamente le dan “cristiana sepultura” (80).

Ana logra finalmente vengar a Elsa Castelli, asesinando y descuartizando a tres de las reclusas culpables, de las que va reteniendo algunos de sus miembros: de una guarda el tronco y los pies, de otra los brazos y de la tercera las piernas. Pero nadie en el reformatorio sospecha de Ana, a la que consideran “frágil, tan pequeña” (117). Al final de la novela, en un desopilante guiño al lector al que de alguna manera se le exige su complicidad, Ana le revela al director su autoría en los crímenes, al mostrarle el macabro artefacto que acaba de construir pacientemente en su taller de costura, al que describe como “mi mejor muñeca”, “la más perfecta de todas” (136):

Reposa sobre la mesa y está vestida con una blusa azul, una pollera blanca y unos zapatos rojos. Gruesas costuras unen el tronco con el cuello, el tronco con los brazos, los brazos con las manos y las piernas con los pies. Si tiene otras costuras no se ven pues están cubiertas por las delicadas prendas con que Ana la ha vestido”. (136–137)

Ante la pregunta sobre si la muñeca es Elsa Castelli, Ana afirma que se trata de su madre, en una clara alusión irónica a la maternidad simbólica de Elsa-Eva. Además, revela en detalle cómo fue el proceso de construcción del juguete: se trata de la cabeza de Elsa Castelli; los brazos de Rosario, la primera reclusa asesinada por Ana; el tronco y los pies de Carmen, la segunda; las manos de Judith, la tercera; y las piernas de Natalia, la cuarta (137): “Ellas mataron a mi mamá y yo las maté para hacerla de nuevo. Para hacer mi muñeca, doctor Ryan” (137).  Al final del relato, la pequeña Ana logra hacer simbólicamente realidad el mito del retorno de Evita, pero esta vez convertida en un “cadáver monstruoso, un engendro infernal”, como la define Ryan (139), minutos antes de ser acuchillado por Ana. Sin embargo, a diferencia de Frankestein, la resurrección de la muñeca permite un paradójico final feliz:

¡Los dedos del cadáver muñeca comienzan a moverse! Uno, y otro, y otro más. Es como si se desperezaran. Como si volvieran a vivir. Precisamente así: como si volvieran a la vida tras un largo y profundo sueño. Y luego, con lentitud, pero con una voluntad inexorable, también el brazo comienza a moverse, y se desplaza, se levanta, y la mano, la mano cosida a ese brazo, busca, ahora, los cabellos dóciles de Ana y los acaricia. Los acaricia con infinita ternura. Y Ana, con esa misma ternura, con la misma infinita ternura con que la mano del cadáver-muñeca acaricia sus cabellos, Ana, nuestra pequeña, aún con esas lágrimas lentas brillando en sus ojos, lágrimas que ya no son de dolor, sino de gratitud, de honda alegría, dice:

—Volviste, mamá…Volviste…Volviste…

Sólo el amor puede revivir a los muertos. (141)  

Una muñeca macabra que llega desde la muerte para ubicarse en el borde liminar con la vida, en un entrelugar siniestro, una zombi, es precisamente la imagen que Néstor Perlongher va a elegir en los dos poemas que le dedica a Eva Perón, y en donde hará eje en el efecto de victimización que produce la manipulación de su cuerpo muerto. “El cadáver” —publicado en su primera colección de poemas, Austria-Hungría, de 1980— ofrece un tono melancólico, adolorido, al poetizar una escena privilegiada por la literatura: la del velorio de Eva Perón, con el multitudinario desfile que se formó durante varios días para poder observar su cuerpo y despedirse de la reina. Aquí, en sintonía con el otro poema que Perlongher dedica a Evita, “El cadáver de la Nación”,7 se representa su cuerpo encerrado en el ataúd como víctima de la manipulación y el despojo. Más allá de los afeites barrocos prodigados por el embalsamador, se pone en cuestión la “dudosa bondad de este entierro” (45):

Ese deseo de no morir?

es cierto?

en lugar de quedarse ahí

en ese pasillo

entre sus fauces amarillas y halitosas

en su dolor de despertar

ahí, donde reposa,

robada luego,

oculta en un arcón marino,

en los galeones de la bahía de Tortuga 

(hundidos) (45)

“El cadáver” está enunciado desde una primera persona en singular, un yo que por momentos se convierte en un “nosotras” plural y femenino — ¿las locas? — e interpela a un imaginario sobre los pormenores del velorio. Esta voz se muestra reticente y duda sobre la conveniencia de sumarse a la larga fila de dos millones de personas que, con paso lento, se agolpan para darle el último adiós a Evita. En este poema ella no está ni viva ni muerta, sino en un estado intermedio, “convaleciente”, ya que se la puede ver cuando “muere en su féretro”. Perlongher trabaja también sobre la idea de una falla evidente en el proceso de embalsamamiento, al recordar las manchitas que aparecen en la cara del cadáver cuando la peluquera olvida un alfiler en el ataúd. Es el momento en que Eva “empezó a pudrirse, eh, por una hebilla de su pelo en la memoria del pueblo” (42). La amenaza de la podredumbre de su carne se traslada metonímicamente a los objetos, al “olor a orquídeas descompuestas” (43). Y de esta manera se semantiza la agresión que implica el proceso de momificación en un cuerpo que deja ver los “arañazos del embalsamador en los tejidos” (43).

¿Es posible el recuerdo? El poema parece interrogarse sobre los límites del olvido, de “no tomarnos tan a pecho su muerte” (43) y de lo que podría suceder “si ella se empezara a desvanecer” (42). Sin embargo, las largas colas en el desfile parecen atestiguar de alguna manera la verdadera inmortalidad de Evita, en la callada obstinación de las muchedumbres, a quienes se describe como “cervatillos de ojos pringosos,/ y anhelantes/ agazapados en las chapas, torvos/dulces en su melosidad de peronistas” (42).

Casi diez años después de este poema, en su libro Hule, de 1989, Perlongher escribe “El cadáver de la Nación” donde vuelve de una manera ampliada al tema del embalsamamiento de Evita. El largo poema consta de cuatro partes y en la primera, que lleva por título “Zombi”, retorna obsesivamente sobre la pregunta de “si la Diosa no/ se muere” (178).  ¿Qué hay del otro lado, de la muerte, de la vida? Como afirma María Gabriela Mizraje, “el cadáver de una nación de cadáveres, de una nación sin cadáveres, sigue siendo Evita”, y de esta manera “la muerta más importante del país y la importancia del país muerto allí se dan cita” (142). El dolor se convierte así en un hecho estético, y a partir de allí Perlongher desescribe la narrativa hagiográfica. El “poder de la mirada u ojo de dios” no alcanza para mitigar “la potencia hedionda” en que se convierte Eva, ya que el auto-castigo que se impone en nombre del Hacedor “tiene aquí la forma de un cáncer que delata la razón de una vida” (Mizraje 143). Perlongher devuelve la imagen de una Eva mortificada, con llagas y cicatrices, y que ha convertido sus vestidos de Dior, “su soirée” (177) en un “cilicio de cilindro” (177). Como una “zombi escarlata”,8 Eva es adorada por “los peronios” que desde el “interior del país” reconocen en ella a una igual, a una diosa que muestra “sus encajes de novia de suburbio” (178) y en cuyo cuerpo muerto, maltratado, las bicicletas que repartiera desde la Fundación se han convertido en vísceras, “tripas de bicicleta en manubrio” (177). Como sostiene Adrián Cangi, en este poema

Perlongher atenta contra toda representación de la santa, aunque guarde en su pantomima el ardor efectivo de una conmemoración a aquello muriente que ha devenido momificación marmórea. De la santa ha quedado el sayal, los botones de harmalina y su equipo de manicura, pero también la fuerza afectiva. Si el poder “tajea un corredor de alambres” (…) “la diosa no se muere”, Ella los ve –a los que tajean desde lo alto– suspendida, gritando la traición de un crimen fundante, del cadáver de la nación. La sociedad reposa sobre este crimen cometido en común. (74)

Ofrecida a la mirada de las multitudes como objeto estético para contemplar “en el estuche como una joya en jade”(180), la zombificación de Evita alegoriza el proceso  de victimización a la que la somete el poder peronista (179). La segunda parte de “El cadáver de la Nación”, escrita en prosa, habla de los cuidados del embalsamador Pedro Ara para la preservación del cuerpo. Su pasión lo lleva a reclamar que lo “dejen a solas con su muerte” para poder en el laboratorio “sustituir su sangre cancerosa por horchata de orquídeas amazónicas y brujerías incorporadas al hechizo de los pómulos” (180). Desde lo alto, Eva mira y es mirada, y se siente impotente y traicionada “en su muerte imperial” (180).

La tercera parte del poema representa la voz de Eva dirigiéndose a su peluquero, que aquí se llama Aranda en vez de Alcaraz, para solicitarle afeites y cuidados en su cabellera. En la cuarta y última parte el que habla es el peluquero, que da cuenta de los detalles finales de la preparación del cadáver, en una fantasmagórica escenificación donde los trabajos de la manicura y el rosario que colocan en su féretro se entremezclan con líquenes y mucus, y el “mucilaginoso titilar” de una amenaza que parece agazaparse frente a las promesas de eternidad. En su zombificación, la reina se muestra en los versos de Perlongher inmensa y definitivamente sola, en la impotencia de su involuntario errar: “No deja de insuflar a los huecos la pompa/ de lo vano, como un bretel/ de polvo: coup n’âme” (179).

Esta serie de poemas de Néstor Perlongher se completará con “Cadáveres”, que cierra su libro Alambres, de 1987. La sinécdoque se hace evidente. “El cadáver” de Evita, que se convierte en el segundo poema de la serie en “El cadáver de la nación” proliferará ahora en una inmensidad de cadáveres en plural. La reiteración del estribillo: “hay cadáveres”, durante 53 veces en el largo poema, insiste sobre los excesos de la dictadura. La zombi rubia se ha diseminado ahora en treinta mil desaparecidos, que comparten con ella la inestabilidad de una frontera, entre la vida y la muerte, en el no-lugar: los NN. De esta manera el poema ha llegado a su fin: “¿No hay nadie?, pregunta la mujer del Paraguay./Respuesta: No hay cadáveres” (Poemas completos 123).

Notas

1 Con algunas modificaciones, este artículo se desprende del capítulo 5 de mi libro Rostros y máscaras de Eva Perón. Imaginario populista y representación, que lleva por título “La escritura cadavérica”.

2 Ver para este tema “Imágenes e idea de la muerte en Buenos Aires”, de Andrea Jáuregui.

3 En “Life and the Commodification of Death in Buenos Aires: Juan and Eva Perón”, Donna Guy argumenta que Evita, antes y después de su trágica muerte, llega a ser claramente  comercializable  [marketable] como santa popular, mientras Juan Perón, visiblemente carismático  en vida, pierde su aura después de muerto. Para Guy el robo de las manos del cadáver de Perón en 1988 tuvo visibles consecuencias simbólicas: “Whithout his hands to venerate, the rest of his body became less important. The theft of his other symbols of power including his sable mantle destroyed his simbolic access to authority. Equally important, the robbery and desecration torced people to think about the meaning of the past, including the ways that Perón wielded power. And whithout his hands, his value in popular religiosity diminished. In practical terms, the cult of Eva’s body continued while that of Perón dissipated. Now matter how many flowers were placed on his tomb, and how many visitors came, he was dismembered, and, politically, he was on the way to being replaced by Menemist Peronism” (253). Guy trabaja también en su artículo las conexiones entre el culto de la Difunta Correa y el de Eva Perón, y la batalla de la Iglesia Católica oficial para manipular y controlar la religiosidad popular que convoca su figura.   

4 Ernesto Goldar se refiere a las costumbres con respecto a la muerte en el Buenos Aires de la década del 50. Y para ello da como ejemplo el peristilo del cementerio de la Chacarita, donde hasta 1955 las flores se amontonan en torno del busto de Eva Perón emplazado en la entrada.  Después que los militares de la Revolución Libertadora destruyen el busto, éstas siguen apareciendo sobre las baldosas, en el mismo lugar “en que antes ondeó el perfil dorado de la señora de Perón”. Goldar consigna también las modificaciones que la estructura del duelo sufre en esa época, donde el carro fúnebre con caballos y cocheros de copa con librea y bigotes afeitados es reemplazado definitivamente por el automóvil fúnebre, con personal de pompa ataviado de smoking negro. El largo velorio de Eva Perón es para Goldar “una de las demostraciones más alegóricas de este fervor necrológico, cuando centenas de miles de simpatizantes del peronismo y de empleados públicos exhiben luto en la corbata y en el ojal, metiendo rayas negras donde pueden, en diarios, libros y en todo impreso, en paredes, puentes y tranvías, en un maratón frenético de crespones y flores” (177). Ver para este tema Buenos Aires. Vida cotidiana en la década del 50, especialmente el capítulo “La salud y la muerte” (165-178).

5 En “Joyas macabras”, un comentario al libro del escritor brasileño Horacio González Evita, a militante no camarim, Néstor Perlongher ironiza sobre las trampas de los sectores revolucionarios  como los Montoneros al querer apropiarse del aparato peronista: “Los encantos de este atajo son tan seductores como macabros sus resultados: en el fondo de este corredor hay un cadáver (¿qué se maquilla?). Cuando, después de una desaparición de casi dos décadas, Eva Perón fue encontrada en un cementerio de Milán, su cadáver embalsamado estaba intacto: sólo había perdido la pintura de las uñas, aun cuando la manicura había tenido la precaución de revocarlas con esmalte Revlon” (Prosa plebeya 202) 

6 “De modo que heimlich es una voz cuya acepción evoluciona hacia la ambivalencia, hasta que termina por coincidir con la de su antítesis, unhheimlich. Unheimlich es, de una manera cualquiera, una especie de heimlich” (Freud “Lo siniestro” s/r)

7 La edición de los poemas de Néstor Perlongher utilizada en esta disertación es la de Poemas completos: 1980-1992, y todas las citas corresponden a este texto. 

8 Existen dos posibles definiciones del zombi, de acuerdo a su manifestación en el Vudú haitiano. En el primer caso se trataría de criaturas muertas que son vueltas a la vida por acciones de magia negra, a partir de un proceso donde la memoria y la voluntad han desaparecido y el zombi queda enteramente a merced del hechicero que lo resucitó, al servicio de dios o del diablo. En el segundo caso se trataría de personas que como resultado de haber ingerido una porción de hierbas de mano de un hechicero caen en un estado de coma que se asemeja al de la muerte. Los zombies son seres que permanecen en la zona gris que separa la vida de la muerte, y pueden ser reconocidos por la nasalidad de su voz, su expresión ausente y sus ojos sin brillo. El zombi se ha convertido en el símbolo mítico de la alienación colectiva e individual y, en este sentido, ha sido leído como la alegoría de la esclavitud: “The history of colonization is the process of man’s general zombification”, dijo René Depestre. Para este tema ver “Women Possesed. Eroticism and Exoticism in the Representation of Woman as Zombie”, de Lizabeth Paravisini-Gebert. 

Bibliografía citada

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