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Jimeno Aelen

Traducción de un artículo de Elfriede Jelinek

FFyL, UBA

Elfriede Jelinek nació en Austria en 1946 y recibió el premio Nobel de Literatura en 2004, a cuya ceremonia no asistió. Desde muy temprana edad, se dedicó a la música (como intérprete en piano, guitarra, flauta, etc.) y a partir de los 13 años, cursó estudios de composición en el Conservatorio de Viena. En 1967 publicó Lisas Schatten, primera obra y poemario; su incursión en el mundo literario coincide en ese momento con un distanciamiento de la carrera musical profesional. En 1974 se incorpora al Partido Comunista de Austria (KPÖ) y se casa. La producción de Jelinek, de la cual se destaca Die Klavierspielerin (La pianista), incluye una gran variedad de géneros: novelas, teatro, guiones y ensayos.

Actualmente, Jelinek es una figura central en el ámbito cultural de Austria; su compromiso político —a menudo caracterizado de manera reduccionista, pero también significante, como “marxista-feminista”—, su estilo provocativo y su insistencia en temas sensibles para la sociedad austríaca como su “no tan saldado pasado nazi” o su “hipocresía burguesa” le valieron el mote de “Nestbeschmutzer” (“la que ensucia el nido”): en el curso de la contienda electoral de 1995, el candidato de la ultraderecha llamó a la población austríaca a elegir entre “Jelinek y el arte y la cultura”.

En definitiva, la conjunción de una crítica social radical e intransigente —capaz de producir reacciones como las mencionadas— con una producción que revela constantemente un trabajo preciosista y fundamental con el lenguaje hacen de su obra un lugar señalado para pensar la tradición cultural de Occidente, y su actualización política en el ámbito de lo público.

El tiempo se escapa (Die Zeit flieht)

Para mi maestro de órgano, Leopold  Marksteiner 

Yo era todavía bastante joven cuando empecé a estudiar órgano con Leopold Marksteiner. Tenía trece años. Para la niña que todavía era, proveniente de circunstancias familiares complejas y agobiantes de las que en aquel momento —y probablemente hasta hoy— no podía deshacerse, fue muy difícil sobrellevar, sobre todo mentalmente, las clases de un gran maestro, originalmente pensadas para adultos. En el examen de ingreso, para el que no estaba preparada en absoluto, me sacaron de clase. De alguna manera, cuando constantemente se tienen los fusibles sobrecargados, es como si el ser estuviera totalmente saturado con información que lo busca a uno, y del cual al mismo tiempo uno debe escapar para salvarse porque, de lo  contrario, colapsa por toda la corriente que (se) dispara a través de uno. Paradoja. Como si la música (más tarde para mí una estación final —por así decirlo—:, el lenguaje) fuera la tierra sobre la que uno camina, pero se quisiera huir una y otra vez de este suelo sobre el que uno se mueve, lo que naturalmente no es posible, porque de lo contrario se caería en un abismo sin fondo.   

Se anda, entonces, de un lado a otro sobre algo, sobre un suelo del que se quiere huir, lo que es lisa y llanamente imposible. Pero lo que se hace, mientras se dirige a ese lugar tan buscado, que de cualquier manera nunca se encuentra (¡uno ya está ahí!), lo que se hace es: permanecer extraño. No se sabe por qué. Pues lo que está ahí, bajo los pies, no se ve. Es ocultado por uno mismo. Creo que incluso si el profesor, que en ese entonces todavía era un hombre joven y seguramente tenía poca experiencia con niños, tomó conciencia de esta extrañeza fundamental de su alumna (y, por  otra parte, la música, que desde hacía muchos años, desde la más temprana infancia, había sido practicada por ella, era uno de los motivos principales de esta extrañeza. ¡Sólo la total incomprensión de la chicas a la moda de los años ’60, con sus vestidos de fiesta, sus peinados abultados y sus tacos aguja, respecto de una compañera de escuela que se apuraba para llegar a clase de órgano, tal vez todavía llevando consigo un violín, una viola y un pesado portafolios de pentagramas! A esa  edad, fue como una grieta en el mundo, que ya de por sí daba vueltas demasiado rápido y del cual, como dije, simplemente no se podía  escapar), en definitiva, en un buen, en el  mejor sentido de la palabra, no le prestó atención. O al menos no de una manera que yo haya notado. Que todo esto había sido completamente claro para él, me lo dijo recién muchos años después.

De cualquier manera, en aquel momento él le ofreció a su alumna un lugar en el cual el mundo tampoco iba más despacio, pero al que se le podía oponer algo: la posibilidad de escuchar el paso del tiempo. Eso que es la música. No me refiero al gutural desaparecer del tiempo en el desagüe de la radio, del tocadiscos; luego, de los reproductores de CD, sino al tiempo que se puede oír en su curso y que puede, simultáneamente, conducir uno mismo, tiempo que en su transcurrir uno tiene que estructurar cuidadosamente, para que no se pierda (¡Permanezca rítmica! ¡Cómo me torturó Leopold con eso! Lo que se saca de un lugar, debe reponerse en el otro, si no, todo se cae —para un lado, desde su posición erecta). Al tocar, me aceleraba permanentemente, como si mi propio pulso fuera por delante de mí. En ese momento, me sacaba el profesor, y a veces, con palabras cortantes, cómo debería decirlo: me sofrenaba. Esto, de hecho, no le funcionó una vez, porque no estaba parado a mi lado cuando toqué en la Mozartsaal “Les Yeux dans les roues” de Messiaen en un tempo alocado, al lado del cual me paré por mi propia cuenta en su lugar, es decir, literalmente junto a mí misma, y me espantó la contemplación  de mi galope infernal, del cual no tenía ni idea hacia dónde se dirigía, pero a cada segundo esperaba esta vez (por fin) no alcanzar la meta, literalmente ser catapultada a la nada y quizás incluso, en ese recorrido, salir al encuentro de mí misma, luego de abandonar el continuo espacio temporal, bueno, físicamente es de seguro un disparate, y además, exagero. Pero esa vez, de cualquier manera, ya había arrancado desde el principio demasiado rápido y naturalmente no se me permitió, contrariamente a otras ocasiones, aunque me hubiera gustado intentar seguir el consejo del profesor, disminuir la velocidad. Compañera de prisión, compañera de horca. La música, que yo misma producía sobre el instrumento, corría a mi lado e intentaba de tanto en cuanto, con malicia, mordisquearme las pantorrillas, que en el escapar, espantadas, pisaban los pedales. Así se vuelve a veces lo creado no sólo contra su creador, sino también contra el mecánico que debería ponerlo en funcionamiento.

¡Pero por favor, no tan rápido! Me decía a mí misma, tenés que poder y vas a poder, no, al revés, vas a poder y tenés que. Que interrumpía el ejercicio alejándome bruscamente del instrumento y gritando “mierda” no lo voy a decir acá, eso lo puede contar Leopold mismo, si quiere.

Entonces podemos separar el tiempo de los metros lineales, tiempo que  simultáneamente se opone a su propio curso, al curso del tiempo mismo, y así puede creerse, por un momento, haber llegado a la calma, pero eso es sólo el  instante de la energía concentrada cuando el tiempo, que uno produce, coincide con el  tiempo en el cual uno vive. Como uno que va y quiere distenderse, pero no puede porque nota que ya se encontraba, desde siempre, ahí adonde quería llegar y, en vez de finalmente desempacar su sándwich para el almuerzo, salta espantado de su asiento. A la música no le gusta el sosiego cuando uno se distiende. No, uno no puede nunca distenderse en la música, porque incluso también en las pausas el todo se cuela. La pausa es un agujero en el tiempo, y el tiempo, como se dijo, no se queda nunca quieto. Corre incluso en dos direcciones opuestas simultáneamente, pero quieto no se queda nunca. La música. Algo, precisamente este tiempo, se mueve en uno, incluso cuando de pronto se detiene, y uno es obligado siempre a dirigirse al único lugar donde se puede conservar este movimiento en sí, mientras uno mismo trabaja, pero simultáneamente sin moverse de su lugar, donde entonces se puede conservar este movimiento que lo recorre a uno a gran velocidad, que casi lo desgarra a uno, pero no para finalmente llegar a la calma sino para poder permanecer en este movimiento, movimiento en la quietud, para poder aguantar.

La música lo extraña a uno, aunque todos escuchen música constantemente, unos esto, otros aquello, ya casi no es posible mantenerse a salvo, la música suena directamente en todos lados, a veces solo como retumbar de bajos, y a pesar de eso: cuando uno produce (la) música, se vuelve también para sí, al mismo tiempo, algo extraño, no tan extraño como fueron los compositores, pero sí, porque uno sigue sus llamados al fin y al cabo, y hacia donde lo atraen a uno, eso debería saberse, si se ha practicado ordenadamente (¡ay, Dios!), pero cuando finalmente alcanzamos ese lugar, entonces de pronto el suelo debajo de nosotros colapsa totalmente, nosotros mismos colapsamos, perdemos conciencia del alrededor, y sabemos que ya no vamos a sentirnos cómodos en nosotros, sino que lo  que está debajo se mueve  —como el tiempo. Sin salvación. Gracias a Leopold Marksteiner por esta experiencia.

De una publicación conmemorativa del septuagésimo cumpleaños de Leopold Marksteiner.


El autor del artículo es Licenciado en Letras por la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires