Jimeno Aelen
El Martín Fierro y sus reescrituras contemporáneas
Instituto del Desarrollo Humano, UNGS
Encerrado en una habitación de hotel, en una tregua con su enemigo Sarmiento, José Hernández escribió El gaucho Martín Fierro (1872). El autor de Facundo, entonces presidente, lo había dejado volver a Buenos Aires desde su exilio en Brasil pero le había prohibido el periodismo. Hernández era federal –pero no rosista, como se ocupa de deslindar Borges (Borges, 1953: 28)-, hacía política con la espada y con la pluma, como muchos escritores de su época, pero su bando venía perdiendo. Lejos del poder, supo encontrar el tono de ese gaucho matrero, obligado a enrolarse en el ejército, a abandonar su rancho, su china y sus hijos por orden de un juez arbitrario, que lo mandó a luchar contra el indio por no votar a quien le ordenaban. Era común en la época: el gaucho que no tenía “papeleta de conchabo”, que no podía demostrar que tenía propiedad ni trabajo, era culpado de vagancia y enviado a los fortines. La leva, como se la llamaba, representaba la ruina de la gente de campo. José Hernández escribió el Martín Fierro para denunciar esa situación. Y lo hizo en la voz misma del gaucho, una voz que habían estrenado para la literatura los cielitos de Bartolomé Hidalgo. Pero aquí el gaucho no es el que canta la patria sino el perseguido. “En La ida el gaucho parece hablar solo, por sí mismo, por primera vez en el género, y su voz parece ser reproducida taquigráficamente por el taquígrafo Hernández”, dice Josefina Ludmer en El género gauchesco. (Ludmer, 2012: 169)
Desde entonces, la historia de ese gaucho rebelde, maltratado en el ejército, que se vuelve desertor y huye a refugiarse en las tolderías, no ha dejado de ser leída, escrita y vuelta a escribir hasta la actualidad. “Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir”, escribió Italo Calvino (1992, 15). En el caso del Martín Fierro, se lo leyó y se lo reescribió de maneras distintas en cada época. Las aventuras de la China Iron, de Gabriela Cabezón Cámara, es una de las más recientes de esas reescrituras. En esa novela, Cabezón Cámara lee el clásico con mirada de género, que es la mirada del presente: ¿qué pasa con las mujeres en el Martín Fierro, que no hablan, que casi no están representadas? ¿Qué fue de la china que Fierro dejó cuando lo “arriaron” para pelear contra el indio? La autora escribe a partir de esa ausencia, le da un cuerpo a la china, la bautiza. Le escribe un pasado realista y un futuro utópico. Pero, vamos por partes.
En el principio estuvo el juicio inapelable de los lectores de la época. El gaucho Martín Fierro fue un verdadero best-seller: entre 1872 y 1879 –cuando Hernández publicó la segunda parte, La vuelta de Martín Fierro– se hicieron once ediciones y se vendieron 48.000 ejemplares. Se lo leía en las ciudades y también en el campo, en las pulperías, donde, junto con el azúcar y la yerba, encargaban ejemplares del libro. El poema se recitaba en público con el acompañamiento de la guitarra para los gauchos que, en su mayoría, no sabían leer. Muchos memorizaban sus versos y los citaban como refranes: “los hermanos sean unidos/ porque esa es la ley primera”. Esos versos se volvieron parte del folklore, al punto de que ya no importaba el autor y pasaron a ser de todos.
Iniciado el siglo XX, cerca del Centenario, Leopoldo Lugones levantó al Martín Fierro como libro nacional. (Rama, 1977: XX-XXII) Buscaba fundar en los gauchos el “noble linaje” de la raza argentina, excluyendo en esa operación a los inmigrantes. En El payador (1916) –a pesar de sus opiniones racistas sobre los mismos gauchos – Lugones compara al poema de Hernández con las epopeyas griegas y latinas, como la Ilíada o la Odisea, una historia de la patria condensada o simbolizada en la historia individual de Fierro. Ricardo Rojas le dio también ese lugar canónico al escribir la primera Historia de la Literatura Argentina.
Más joven y peleador, Borges discutió esa estrategia nacionalista para llevar al bronce al poema de Hernández. Aunque esté escrito en verso, el Martín Fierro se lee como una novela, argumentó. Además, la épica exalta las acciones militares, en cambio, la vida de Fierro en el fortín no es para nada heroica, expone los malos tratos y la corrupción en el ejército. Borges veía a Fierro muy lejos de Aquiles o de Eneas: “La épica requiere perfección en sus caracteres, la novela vive de su imperfección y complejidad”. Este gaucho pendenciero, desertor, capaz de emborracharse y asesinar al moreno porque sí, no es la figura ejemplar que pretendían ser los héroes clásicos. Es más oscuro, ambiguo y enigmático. (Borges, 1953: 66-76)
Como escritor, Borges reescribe dos momentos decisivos del Martín Fierro y al hacerlo nos señala también cómo leerlo. En “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz”, Borges vuelve a una noche memorable: el desertor Fierro pelea en la oscuridad contra sus perseguidores y, de pronto, el sargento que comanda la partida cambia de bando y se pone a luchar codo a codo con él. Ese acto sorprendente –que algunos calificaron como traición (Martínez Estrada, 2005: 82)- dará origen a una de las amistades más entrañables de la literatura. Borges se acerca como con un zoom al sargento Cruz, a su vida, y trata de entender ese instante único y definitivo, en el que este gaucho devenido sargento comprende quién es, se reconoce en el otro, elige su “destino de lobo y no de perro gregario”.
En “El fin”, en cambio, Borges escribe una secuela del Martín Fierro, la parte que le falta para que se haga justicia según el código del gaucho, y según una justicia poética y ética. El asesinato del moreno, que sucede en la primera parte, es el crimen más atroz que comete Fierro porque es arbitrario y se dirige contra alguien que está más abajo que él en la escala social. Ese crimen no puede quedar impune, parece decir Borges. En La vuelta de Martín Fierro, el hermano del moreno regresa para ajustar cuentas con Fierro. Ambos se enfrentan, pero en una lucha verbal, una payada; cuando amagan a pelear, los separan. En su cuento, Borges los pone frente a frente una vez más y, esta vez, es el negro quien da muerte a Fierro. Es una venganza despojada de triunfalismo, una vez cumplida, el negro se siente “nadie”. “Mejor dicho, era el otro, no tenía destino sobre la tierra y había matado a un hombre”. No es exagerado decir que el Martín Fierro debería leerse con el gps de los ensayos y los cuentos de Borges para orientarse en el recorrido.
El gaucho pobre, explotado y despojado por la autoridad, también fue resignificado y vuelto a escribir con sentido político. Los anarquistas de principios de siglo intentaron recurrir al símbolo del gaucho sin lograrlo (Ludmer, 2015: 371-373) (Gamerro, 2015: 96). En los años 70 el peronismo hizo suyo el poema e identificó al pueblo trabajador con el gaucho perseguido. Pino Solanas filmó Los hijos de Fierro llevando el conflicto al interior de una fábrica bajo el control obrero; la separación y el reencuentro de los hijos con Fierro era una metáfora del exilio de Perón y su retorno. Los actores eran obreros y militantes, algunos de ellos, como Julio Troxler, fueron asesinados antes de que terminara la filmación y la película recién pudo estrenarse fuera del país en 1978. (Gamerro, 2015: 101-105)
Con el cambio de siglo, la crisis de 2001 agudizó y visibilizó la situación de cartoneros, ocupas y migrantes. Películas como Bolivia de Adrián Caetano, ponían el ojo en los discriminados del presente. Mientras que en la radio se escuchaba la cumbia villera, que daba la voz a los pibes marginales, el poema de Hernández encontró su reescritura en clave social, El guacho Martín Fierro (2011) del poeta paraguayo Oscar Fariña : “Choreando voy a morir,/choreando me han de enterrar,/ y choreando vuá llegar/ al pie del Eterno Padre:/de la concha de mi madre /vine a este mundo a chorear.” (Fariña, 2011: 10) En esta versión, el moreno al que Fierro agrede y mata, es reemplazado por un boliviano. El libro tiene dibujos del mismo Fariña, uno de ellos muestra al “guacho” como motochorro que, en vez de boleadoras, revolea una cartera.
Si algo le falta al libro de Hernández es sexo. Salvo en la primera parte, cuando Martín Fierro evoca los buenos tiempos, cuando se iba a dormir “en brazos del amor” o recuerda el mate cebado por la mañana, “mientras su china dormía/ tapadita con su poncho”, no hay en el poema alusión a la intimidad, salvo en los insultos. Desde La intrusa de Borges, escritores y escritoras restituyeron al gaucho la sexualidad elidida. En La china (1997) de Sergio Bizzio y Daniel Guebel, el desenfreno tiene tono de comedia; en El amor (2015), Martín Kohan pone en palabras un secreto a voces -enunciado a media voz por Martínez Estrada-, la relación homosexual entre Fierro y Cruz. También en El gran surubí (2013) de Pedro Mairal, la leva lleva al protagonista a “un mundo sin mujeres” donde el amor será, inevitablemente, entre muchachos.
El desembarco de la teoría queer en los debates locales, la aprobación de la Ley de Matrimonio Igualitario (2010), las movilizaciones del movimiento #Ni una menos (2015) contra la violencia de género, y la militancia por el aborto legal dan espesor a las ideas y discursos que circulan en estos años. Ese es el contexto de Las aventuras de la china Iron, de Gabriela Cabezón Cámara, que se le anima al clásico para sacar a la china de abajo del poncho del gaucho y darle una voz. Aquí Fierro, más que víctima es victimario, es el “gaucho malo”: la china sufre la violencia de género y respira con alivio cuando él se va. Hacia el final, entre los indios y junto a Cruz, Fierro invierte sus rasgos negativos. Como “invertido” suavizará su carácter y se hará cargo amorosamente de sus hijos. Pero aquí el protagonismo pasa del gaucho a la China y Liz, la inglesa que la lleva en su carreta, la educa, la baña, la bautiza y la ama. En vez del léxico gauchesco, se crea una lengua híbrida que incorpora el inglés, a medida que Liz ejerce su pedagogía. En su viaje al desierto se encontrarán con el mismísimo José Hernández, devenido símbolo del patriarcado y del capitalismo agrario naciente, parodiado con humor y sin piedad. Ya no es el ejército sino la violencia de clase y la sustracción de sus versos al gaucho, en una supuesta maniobra plagiaria del escritor, las que traman ese nuevo “telar de desdichas”. El final plantea la utopía de una comunidad tribal, en la que rige el poliamor, en migración infinita hacia el agua, hacia el Paraná, que se desliza leve, camuflada, para ocultarse y sobrevivir.
Bibliografía citada
BORGES, J. L. (1953) El “Martín Fierro”. Buenos Aires: Editorial Columba.
CALVINO, I. (1992) Por qué leer los clásicos. Barcelona: Tusquets.
CABEZÓN CÁMARA, G. (2017) Las aventuras de la China Iron. Buenos Aires: Literatura Random House.
FARIÑA, O. (2011) El guacho Martín Fierro. Buenos Aires: Factotum Ediciones.
GAMERRO, C. (2015) Facundo o Martín Fierro. Los libros que inventaron la Argentina. Buenos Aires: Sudamericana.
RAMA, A. (1977) «El sistema literario de la poesía gauchesca», Poesía gauchesca, Caracas, Biblioteca Ayacucho.
LUDMER, J. (2012) El género gauchesco. Un tratado sobre la patria. Buenos Aires: Eterna Cadencia.
LUDMER, J. (2015) Clases 1985. Algunos problemas de teoría literaria. Edición y prólogo de Annick Louis. Buenos Aires: Paidós.MARTÍNEZ ESTRADA (2005). Muerte y transfiguración de Martín Fierro. Ensayo de interpretación de la vida argentina. Rosario: Beatriz Viterbo.
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