Lucía Sordini - Imaginantes
De Transilvania al Olimpo
(autor de Nunca estuve en la guerra, La editora y Algo que domina al mundo)
En junio del año 2001 publiqué mi primer libro para jóvenes lectores. El protagonista de la historia era un chico campesino de doce años, que solo pensaba en su futura vida de estudiante en la ciudad; que cada tanto exploraba montes y taperas para paliar el aburrimiento. Ese primer libro ya era una versión de los cuentos de aparecidos que contaban mis mayores. Hechos incomprobables que ocurrían en el campo del vecino de un amigo que vivía en otro partido. Y ese personaje que se aburría en la llanura y que idealizaba la ciudad me recordaba a alguien, al otro lado del espejo.
Mi proyecto era, a su debido tiempo, dejar mi trabajo en una oficina del centro para dedicarme a escribir, pero la catástrofe económica de principios de siglo decidió por mí: me echaron un mes después de la publicación y tuve que hacer trabajos forzados en una droguería de fronteras, al borde de la General Paz. Añoraba las librerías de Corrientes, donde pasaba una o dos horas al día.
Espantado por los estragos de la crisis que había convertido a Buenos Aires en una versión de Los miserables, de Víctor Hugo, me concentré en que tenía un techo y un sueldo y suspendí los sueños con un nudo en la garganta que duró un año entero. Un día me llega una propuesta inesperada de la editorial Cántaro: escribir sobre el rey Arturo. Un pequeño y fantástico proyecto. La máquina de las ideas se reactivó. El mundo de Arturo, sus personajes y lugares −el mago Merlín, Morgana, Ginebra, los caballeros de la mesa redonda, esos bosques inquietantes y harto misteriosos− fueron un bálsamo y un revulsivo a la vez. Así empecé a descubrir −porque lo ilimitado nunca termina de descubrirse− que todas las tradiciones del mundo me pertenecían, no solamente los cuentos de aparecidos del cuartel quinto de Lincoln.
Antes, mientras buscaba material sobre el ciclo artúrico, le consulté a un amigo que trabajaba en una librería. No lo vi por varios meses y en el reencuentro, él se acordó de mi pedido: “Vos, que buscabas material sobre Arturo, tenés que leer Héroes medievales”. Mi amigo no había registrado que yo era uno de los autores del libro (compartido con Ruth Kaufman, que hizo la versión de Cantar del Mio Cid). Mi amigo me dijo que se vendía mucho. Por eso cuando me encargaron una versión de Odisea, de Homero, me atreví a pedir un contrato con derechos de autor y no un simple −y módico− pago único.
La editorial accedió con hidalguía a mi pedido y me zambullí en la guerra de Troya. Semanas después, había renunciado a la droguería. Todavía demasiado respetuoso del bardo griego, la editora, tras mi primer borrador, me pidió que le diera un toque más personal a mi versión. Cuando escribí sobre el rey Arturo no tomé un libro, sino que me abastecí de diversas fuentes. En el caso de Odisea, todo estaba en un solo volumen. Años después leí el ensayo de Borges Las versiones homéricas, donde compara varias traducciones de un fragmento del Canto XI, más precisamente el pasaje en que Ulises está el mundo de los muertos y le cuenta al espectro de Aquiles lo bien que ha guerreado Neoptolemo, uno de los hijos del héroe de los pies ligeros. En orden correlativo, pondré aquí tres de las varias comparaciones de Borges.
Theodore Alois Buckley, 1851:
Pero cuando hubimos saqueado la alta ciudad de Príamo, teniendo en porción y premio excelente, incólume, se embarcó en una nave, ni maltrecho por el bronce filoso ni herido al combatir cuerpo a cuerpo, como es tan común en la guerra; porque Marte confusamente delira.
Alexander Pope, 1725:
Cuando los dioses coronaron de conquista las armas, cuando los soberbios muros de Troya humearon por tierra, Grecia, para recompensar las gallardas fatigas de su soldado, colmó su armada de incontables despojos. Así, grande de gloria, volvió seguro del estruendo marcial, sin una cicatriz hostil, y aunque las lanzas arreciaron en torno en tormentas de hierro, su vano juego fue inocente de heridas.
Samuel Butler, 1900:
Una vez ocupada la ciudad, él pudo cobrar y embarcar su parte de los beneficios habidos, que era una fuerte suma. Salió sin un rasguño de toda esa peligrosa campaña. Ya se sabe: todo está en tener suerte.
Según definiciones del propio Borges, la primera es “literal”; la segunda, “discurso y espectáculo” y la tercera, “una serie de noticias tranquilas”. Por eso mismo dice que la Odisea es una suerte de librería internacional, gracias a su “oportuno” desconocimiento del griego.
Después de mi trabajoso viaje siguiendo el derrotero de Ulises me sentí reconfortado con el hecho de que finalmente regresara a Ítaca y se reencontrara con Penélope, no sin antes matar a los ciento ocho pretendientes que habían acosado a la reina durante años. “La computadora chorrea sangre”, me dijo esta vez la editora. Y eso que me privé de contar la parte en que Ulises le ordena a su hijo Telémaco que ahorcara a las criadas que se acostaron con esos extranjeros descarados. ¿Un héroe podía hacer eso? La imagen fue tan escalofriante que decidí no compartirla con los jóvenes lectores. Margaret Atwood escribió una versión sobre la suerte de estas mujeres, en su novela Penélope y las doce criadas, que comienza con el coro de las criadas asesinadas:
somos las criadas que tú mataste que tú traicionaste quedamos agitando colgados en el aire nuestros desnudos pies tú te desahogabas con diosas y reinas con que te cruzabas nosotras ¿qué hicimos? menos que tú fuiste muy injusto. tenías la lanza tenías la palabra tenías el poder (…) gozabas nuestro miedo alzaste la mano nos viste caer colgando los pies colgando traicionadas colgando asesinadas
Cuando leí la versión de Virgilio sobre la guerra, pude aceptar que el fecundo en ardides podía ser también un carnicero. Entonces llegó otro héroe: Eneas, el piadoso. Una pequeña editorial fundada por un amigo se contagió de mi entusiasmo por Troya y me pidió una versión de La Eneida. Más animado y suelto, disfruté volver a contar la misma guerra desde el punto de vista troyano, que era, a su vez, el romano. La línea divina que unía a los dioses con los emperadores a través de Eneas y de su madre Venus. Quedé acongojado por la obligación de Eneas ante los dioses: llegar al Tíber, a las costas de Italia, fundar un linaje. Dido, la reina viuda de Cartago, que había recibido amorosa y apasionadamente al héroe, era un affaire, un amor en el trayecto al verdadero destino. Eneas es un instrumento de los dioses: no lo dejan morir junto a su pueblo; pierde a su esposa; conoce a Dido, pero le recuerdan que debe fundar en Italia las semillas de un imperio.
Eneas, el piadoso, ya era un héroe político, que podía perdonar la vida de sus enemigos. La imagen que el Imperio Romano deseaba dar al mundo. La Troya que desde entonces parece formar parte de mi propia memoria vital es una guerra contada por los ganadores y los perdedores. Ahora que está de moda citar a Lito Nebbia, me uno y transcribo estos versos de su tema Quien quiera oír que oiga: “Si la historia la escriben los que ganan, eso quiere decir que hay otra historia”, inspirada en la famosa frase del novelista George Orwell: “La historia la escriben los vencedores”. Otra historia, no necesariamente la verdadera historia. Hay hechos y también hay puntos de vista, según el lugar donde se está parado. Porque, como dice Homero, en la guerra hasta los dioses enloquecen y reparten muerte y heridas en completo descontrol.
Después vinieron Las metamorfosis de Ovidio, las comedias de Plauto, increíblemente divertidas como La Olla, que eran a su vez versiones de la dramaturgia de los maestros griegos y que, siglos después, inspiró El avaro, de Molière. Los pueblos prestándose tradiciones, o resignificándolas. ¿Acaso no está en el Antiguo Testamento –capítulo sexto hasta el octavo del libro del Génesis− el diluvio que había ahogado, miles de años atrás, a los habitantes de Sumeria, según nos cuenta la epopeya de Gilgamesh? El extraordinario relato del diluvio creado por los escritores sumerios fue adoptado y versionado por los pueblos que tuvieron contacto con la primera civilización del mundo.
En el año 2007 escribí, para la flamante editorial Pictus, una novela inspirado en la leyenda del Holandés Errante. Pero acá el ingrediente original fue ínfimo. No era una serie de materiales dispersos como el ciclo artúrico, ni un libro único, como Odisea o La Eneida. Tomé como punto de partida una página de un libro: Memorias del señor de Schnabelewopski, donde Heinrich Heine cuenta la leyenda, que a su vez inspiró al compositor Richard Wagner para la ópera El holandés errante. Tras leer el capitulito de Heine y el guion de la ópera, escribí una novela ambientada en Londres, a fines del siglo XIX y en el Cabo de Buena esperanza −Ciudad del Cabo, Sudáfrica−. Mis lecturas de Chesterton, de libros como El hombre que fue jueves o los cuentos de El candor del padre Brown me ayudaron a imaginar y a ponerle una dosis de ironía a las aventuras de un periodista que desea publicar la gran crónica de su vida −un encuentro con el barco fantasma− y se lanza a los mares.
Volví a la época de Arturo, pero de la mano de quien lo protegió desde niño, un personaje majestuoso: el mago Merlín. Fue delicioso imaginar una infancia y una vida para ese mago padre de tantos magos. Solo por citar uno: Gandalf, el personaje de J.R.R. Tolkien, que aparece en El hobbit y El señor de los anillos.
Allá por el año 2008, desde Estación Mandioca me piden la versión de Drácula, de Bram Stoker, y de Frankenstein o el eterno Prometeo, de Mary Shelley. Dos historias de monstruos; una creada por un escritor en su plenitud, generando un misterio envolvente y abrumador alrededor de la figura del conde. Y una prodigiosa — y jovencísima —escritora que nos incita sutilmente a compadecernos del monstruo y detestar a Víctor Frankenstein. Sigo con Los miserables, de Víctor Hugo, Moby Dick, de Herman Melville, entre otras. Además, paso a coordinar una docena de versiones que encargué a otros autores.
Desde entonces, ya no propuse ni acepté más este trabajo de jíbaro −reducir, pero manteniendo la forma−, al que siempre tomé como una escuela, parte de mi educación lectora. Y volví, sin embargo. Porque algo había quedado en el camino: mi versión novelada de Martín Fierro, de José Hérnandez. Se me había ocurrido años atrás, se lo propuse a una editora, el tiempo pasó, la editora cambió de editorial y me recordó la propuesta. Como un niño que había olvidado su juego preferido, le dije: “No sabría cómo hacerlo”, una versión del “Preferiría no hacerlo”, del Bartleby, el escribiente, de Melville. “Hacelo como hiciste Héroes medievales”, me dijo. ¡Claro! Martín Fierro es nuestro héroe épico. Y cabalga para siempre en la misma llanura donde aprendí a montar a caballo.
El conde Drácula es un millonario de la supersticiosa Mitteleuropa que se instalará en Londres para sacarle el jugo, literalmente, a sus sofisticados habitantes. Una alegoría del presente, el sistema vampiro que nos ofrece entretenimiento de veinticuatro por siete, a través de redes y plataformas, que nos dejan sin voluntad ni atención. El sistema vampiro sigue versionándose a sí mismo y nosotros seguimos sin saber quiénes somos, sin comprender cabalmente lo solos que estamos, sin un dios que nos piense. El arquetipo del guerrero caído en desgracia, el rey sin corona, el que no puede llegar a casa, el monstruo solitario rechazado por su creador.Las versiones de clásicos o el modesto arte de una iniciación más amable en esos libros deiformes, contrahechos, rocambolescos, monstruosos, de una ambición sobrehumana como La divina comedia o La comedia humana; ciudadelas protegidas por la niebla de tiempos pretéritos y, sin embargo, hechos para nosotros, por nosotros, los que fuimos, los que somos, los que seremos; libros que son para siempre, pero que nuestras lenguas mutantes pueden tornar oscuros en una primera aproximación. Un trabajo de artesano para que los jóvenes lectores, acaso, sientan después la curiosidad de ver a la bestia original.
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