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Nombrar el desorden

Secretaria de Cultura y Medios, UNGS

No hay discusión sobre la lengua que no sea política. Lo son las posiciones que se centran en la norma aunque aspiren a una objetividad trascendente y a una historia que las legitime. Lo son las que deciden irrumpir y tajear esas herencias. Aceptar los dictados de una academia llamada real y cuya sede principal está en la vieja metrópoli colonial no parece una decisión menos deudora de una racionalidad política que el reclamo de los movimientos sociales acerca de que el castellano acoja un modo no binarizante de nombrarnos. El grupo Serigrafistas queer había bordado hace un par de años la frase Que no haiga más Real Academia Española y recientemente estallaron las burlas porque un gobernador dijo haiga en lugar de haya, y al hacerlo se dejaba hablar menos por su precisa escolaridad que por la herencia popular. 

Sarmiento sabía bien que esa discusión es política y no trepidó en sacudir al más prudente Andrés Bello, como si este fuera un monárquico irredento y no un intelectual latinoamericano desvelado por la presunta dialectización del castellano. Se trataba, quizás, de otro tipo de políticas, las que hacían a las posiciones que cada uno de ellos detentaba en el mundo intelectual chileno y en las disputas sobre cómo forjar las naciones surgidas de las luchas independentistas. Para Sarmiento -¡el padre del aula!- alfabetizar era constituir ciudadanos y esa tarea era urgentísima. De allí la idea de asemejar la lengua escrita a la oral y suprimir las engorrosas diferencias entre s y z, entre c y s (cuando son seguidas de e o i), entre g y j (también con esas consecuciones), y arrojar por la borda a la impronunciada h. De ese modo, la ortografía surgiría del habla y si por estos lares no aplicamos la zeta castiza, su supresión no es error sino disidencia soberana. Mucho más sencillo alfabetizar si las personas reconocen la regla en su costumbre y no como anómala regulación que exige distanciarse de lo ya sabido. Doble intento: reforzar la soberanía frente a la colonia y construir ciudadanos. Bello temía que las regulaciones surgidas de la oralidad terminaran, en un par de décadas, pariendo lenguas distintas en América y haciendo imposible que un peruano se entienda con un mexicano o un argentino con un chileno. Su problema era la unidad lingüística y para sostenerla había que garantizar una gramática americana y no el gesto dispersivo de las oralidades. Escribió su gramática, en pleno siglo XIX, que venía a responder a la fundacional Gramática de la lengua castellana que había escrito Antonio de Nebrija ¡en 1492!, y en cuyo prólogo el muy avizor anotó que la gramática es la compañera de los imperios. De Nebrija para acá, pasando por Sarmiento, Bello, Alberdi o el díscolo Juan María Gutiérrez, que se negó a integrar la RAE porque no tenía aspiraciones de virrey, cada vez que hablamos sobre la lengua hablamos de políticas. O, como se nombra con mayor precisión: son discusiones de glotopolítica.

Los diccionarios aspiran a ser descriptivos y a incorporar las modificaciones que les hablantes van produciendo en su renovación léxica. Mientras la RAE reinó sin culpas y pensó que su tarea era pulir y dar esplendor, llamó barbarismos a los americanismos y errores a las variantes que surgían por estas tierras. Ya las elites intelectuales criollas habían temido que la novedad las arrojara a la barbarie rural o al plebeyo italianismo y habían repudiado la insolencia de la afirmación de Lucien Abeille de un Idioma nacional de los argentinos. Existía ya la gauchesca, muy oronda, triunfando como literatura nacional y suponiendo que ese gaucho desastrado condenado a regar con su sangre el suelo patrio podía ser el símbolo de la Nación. Mientras los más timoratos pensaban que no habría idioma nacional surgiendo de fuentes tan turbias (como escribió Ernesto Quesada para discutir el libro de Abeille) y llamaban a volver al regazo español, el osadísimo Leopoldo Lugones siguió la huella independentista y declaró al Martín Fierro el poema nacional pero no lo supuso plebeyo sino helénico. Y no me detengo en esto porque me distraería tanto como un gaucho cuando sube al caballo y el matungo enfila a la pulpería. 

La cuestión es que gran parte de la innovación léxica surge por invención y distancia plebeya, porque aparece en el caldero migratorio y en la lejanía del mundo rural con la escolaridad urbana. Frente a eso, el gesto académico es el de señalar barbarie y pretender normalizar: sujetar a la norma. El diccionario se vuelve prescriptivo cuando selecciona y define qué entra en él y qué queda olvidado. O sea, instrumento de poder y de sanción. Es sencillo pensarlo con relación al voseo: a diferencia de les españoles y de muches americanes, en la variedad rioplatense usamos el vos y eso implica una diferenciada conjugación de los verbos. Hasta 1960 muches escritores seguían haciendo hablar de a sus personajes en sus ficciones y el voseo era condenado en las escuelas como error. Hablamos de política porque hablamos de poder. De poder y de norma, de adecuación y sanción. Vidal de Battini, una lingüista excepcional, construyó un mapa de las variedades en Argentina y allí anotó que el voseo lejos de ser una versión menor y corregible era la nota distintiva de nuestro castellano, iniciando el camino de un reconocimiento que no deja de ser arduo. ¿O quienes fuimos escolarizades con ese desdén al modo en que hablamos no dudamos a la hora de escribir esa conjugación? Esa persistencia, ¿no ha sido la reproducción del gesto colonial de sumisión a un arbitrio exterior cada vez que un trazo rojo hería un cuaderno? 

Y ese lápiz rojo condenatorio, ¿no reaparece como gesto en la intervención de la RAE sobre el lenguaje no sexista y sobre el lenguaje inclusivo? En 2012, Ignacio Bosque emitió un informe condenando las guías de lenguaje no sexista que distintas instituciones españolas habían publicado para sus documentos oficiales. Para ejemplificar los desatinos y el derroche antieconómico de la duplicación, apelaba al ejemplo de la Constitución Bolivariana de Venezuela. Al referirse a ese ejemplo, hacía tándem con el llamado a silencio que el rey de su país había espetado al mandatario Hugo Chávez. Demasiado ruido o palabras de sobra, barroquismo latinoamericano, quizás, que alarma a la presunta racionalidad académica. Bosque, que es un lingüista importante, parte de reconocer que vivimos en sociedades machistas pero lo hace para separar al lenguaje de esa desigualdad. Él escribe el documento y lo suscriben veintiséis académicxs de número (de les cuales, solo tres eran mujeres, ¡hablemos de poder, muchachas!). Los argumentos son varios y me detengo en algunos: 

Aplicando el verbo visibilizar en el sentido que recibe en estas guías, es cierto que esta última frase ‘no visibiliza a la mujer’, pero también lo es que las mujeres no se sienten excluidas de ella. Hay acuerdo general entre los lingüistas en que el uso no marcado (o uso genérico) del masculino para designar los dos sexos está firmemente asentado en el sistema gramatical del español, como lo está en el de otras muchas lenguas románicas y no románicas, y también en que no hay razón para censurarlo. Tiene, pues, pleno sentido preguntarse qué autoridad (profesional, científica, social, política, administrativa) poseen las personas que tan escrupulosamente dictaminan la presencia de sexismo en tales expresiones, y con ello en quienes las emplean, aplicando quizá el criterio que José A. Martínez ha llamado despotismo ético… 

Que está asentado el uso no marcado, bien, como está asentado el mismísimo patriarcado, o desconoceremos que se insurge contra algo que de nuevo tiene poco. Que esté asentado no reclama respeto sino revisión. ¿Quiénes pueden revisar? Parece decir: los que tienen autoridad “profesional, científica, social, política, administrativa”. Se trata entonces de una cuestión de jerarquías, de quiénes están autorizados para hacer y definir sobre la lengua, o sea: de poder. Pero si el reclamo de un lenguaje no sexista surge de las luchas feministas es parte de una insumisión contra esas autoridades, la constitución de un nuevo lugar de enunciación y de definición. Lo que la RAE condena es ese movimiento. Y no se priva de apelar al argumento más falaz: “las mujeres no se sienten excluidas”. ¡Habla por nosotras, las hablantes de esa lengua que tiene un origen colonial! Si su argumentación está destinada a persistir en una invisibilización (uso, por ahora, este término que en un rato deberemos problematizar), la refuerza a tal punto que habla por nosotras. Y esa usurpación (las mujeres no se sienten excluidas, dice un señor académico de la RAE) viene a evitar el despotismo ético. Las acciones de los movimientos sociales, la revisión de la norma lingüística que propugnan, la problematización de lo dado y el reconocimiento de algunas instituciones de una necesidad de registrar esas rupturas y expandirlas, es concebido como despotismo. Lo democrático quedaría así del lado de las instituciones adocenadas y las autoridades tradicionales. ¡De la monarquía! Parece un contrasentido pero estas personas tienen mucho prestigio. Y si por un lado se arriman a los argumentos más conservadores, por el otro, la RAE hace pingües negocios en su sociedad con las industrias comunicacionales. El carácter colonial también es la tenacidad en patentar la riqueza colectiva y aprovechar su plusvalor.

Bosque escribe esto en 2012. Entre ese momento y nuestro presente la discusión acerca del lenguaje no sexista se fue desplazando hacia la cuestión del lenguaje inclusivo. Ya no basta con visibilizar a las mujeres, sino que es necesario reconocer que hay vida más allá del binarismo. El camino por las piedras de la arroba, la equis y la e, para no pisar el pantano cómodo del acostumbramiento lingüístico, con todo lo que deja desapercibido o declara irrelevante: las corporalidades diversas y la presencia misma de las mujeres. Quienes no se reconocen en la norma sexo genérica que binariza entre hombres y mujeres, y vincula esa interpelación a una serie de rasgos biológicos, reclaman que el lenguaje se vuelva más hospitalario a su existencia disidente. Si es posible que incorporemos palabras que nombran lo inventado en cada oleada tecnológica, también nuestra lengua debe reconocer la multiplicidad de las formas de vivir. Solicitar la suspensión de la autoridad médica y estatal sobre los cuerpos (que anda asignando identidades al nacer) implica poner en crisis la autoridad lingüística también. No se trata solo de hacer visible, aunque la visibilidad aparezca, una y otra vez, mencionada por les propies sujetes: mujeres, lesbianas, travestis, trans, no binaries, intersex. La multiplicación de las letras de la identidad en los colectivos pareciera aludir a la visibilidad. La cuestión no se acota a la lógica de lo visible y lo no visible: se reclama el derecho a nombrarse, a ser nombradas, a conceptualizar la propia existencia, a que nuestras instituciones de cultura sean hospitalarias a la diversidad de las vidas y no cárceles de sentido para las diferencias. ¡Ahora que sí nos ven!, canto habitual en las movilizaciones feministas podría completarse con la idea: nadie puede hablar en nuestro nombre. Reclamamos esa palabra, esa potencia de hacer y rehacer la lengua. 

Mara Glozman, en una intervención muy relevante (“Las capas del lenguaje inclusivo”, en El ojo mocho. Otra vez No. 8), sostiene que esta discusión arrastra posiciones idealistas y no pocas concesiones a la pragmática anglosajona: “hay en la matriz que sustenta frases como Lo que no se nombra no existe, una hipervalorización de lo visible que hace juego con una concepción del lenguaje como representación del mundo”. Esa pragmática no es inocente, acarrea un sujeto “racional, estratégico, intencional”. Una vez más: eso tiene consecuencias políticas. El artículo de Glozman está destinado a mostrar, críticamente y desde los feminismos movilizados, nuestros propios obstáculos de conocimiento. Se pregunta: “¿cómo lidiamos en este presente demandante de mayores igualdades, de representación y visibilización y de nuevas reglamentaciones, cómo lidiamos con la inestabilidad constitutiva del sentido, con la polisemia susurrante del lenguaje?”. Si la visibilización no convence, es porque funciona como eufemismo respecto de la cuestión del poder y desconoce la acumulación crítica existente respecto de la imagen y lo que se reconoce en el campo de lo visible. El triunfo neoliberal es también el de la multiplicación de lo visible expurgándolo de su contenido disidente. Pero eso que nos desvela en el campo de las militancias no es argumento para renunciar a la exigencia de una hospitalidad en el lenguaje. No porque creamos en su transparente relación con el mundo, sino porque paladeamos sus querellas y su opaca politicidad. 

Mientras las novedades léxicas que surgen de la innovación tecnológica o mercantil suelen ser adoptadas sin discusión, las que producen los movimientos sociales transformadores generan resistencias. La equis, la arroba o la e están para advertirnos de lo múltiple y lo inclasificado. Son llamados de atención, alarmitas. Menos resoluciones de alguna justicia en la lengua que podría anteceder a otras formas de la justicia, que el recuerdo persistente sobre lo irredento, lo que nos falta, lo que nos descoloca, lo irrealizado. María Moreno, apóloga de la lengua desatada de las travas, barroquísima orfebre de oratorias plebeyas, escribe su disenso con el nombre mismo: “Claro que estoy totalmente en contra del lenguaje inclusivo. Quiero decir de la expresión lenguaje inclusivo. Porque ¿quién incluye? ¿desde qué centro de su magnanimidad aunque sin coronita, levanta la barrera, firma el pasaporte y bienviene a través de e o x? Mejor llamarlo lenguaje descentrado, sin aduana ni peaje, desalambrado, tuttifruti, culeado–, es decir, donde cualquier palabra, entre y salga con jugoso placer, sin Academia que valga, por la emancipación”.No se trata de ser visibles ni incluides. Más bien de que las propias existencias y palabras pongan en tensión el campo de lo aceptado, que recuerden que lo que está en juego es menos un nuevo orden que el deseo de desorden. ¡Bienvenidas letritas de alarma! ¡No dejen de llegar los farolitos encendidos que nos traban la lengua, nos obligan a tratar de aprender de nuevo cómo decir! ¡Qué la aspereza de decir nosotres y todes sea alegría de no darnos por vencides ante ningún conservadurismo! Insisto, no porque con eso nos demos por satisfechas. Ni ahí: no sustituye ese reconocimiento la búsqueda de efectivas transformaciones sociales, que permitan que las personas que no se identifican binariamente tengan acceso a la riqueza social y a los derechos. Pero la gran revolución en curso, la que necesitamos, intuimos y aún no sabemos cómo hacer, no debe convertirse en el fantasma que nos deja contemplativas y esperanzadas, cual creyentes en el mundo postrero de la salvación. Aquí, en la tierra que nos tocó, la pedregosa, la trágica y asesina, la pródiga y querellante, queremos conventillear la lengua, hacer zona común para que se escuchen las diferencias entre nuestros dialectos y declarar la insumisión contra toda norma. Barrer, con nuestras escobas de brujas y de huelguistas, también con las pretensiones de la Real Academia Española.