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Imaginarios

Lucía Sordini

¡Les damos la bienvenida a una nueva sección de Imaginarios! En esta oportunidad hicimos una convocatoria doble: una de poemas, cuentos y ensayos de temática libre y otra inspirada en “Los Turistas” un cuento inédito del escritor argentino Tomás Downey (también docente, traductor y guionista). Hubo quienes se inspiraron en un fragmento de este cuento para escribir su propio relato y quienes se animaron a ilustrarlo.

¡Les agradecemos muchísimo su participación y esperamos que disfruten de la sección!

Los turistas

Esa primera noche, cuando ya se fueron todos, hasta el último auto, cuando no se oyen más gritos, ni música, ni bocinazos, rastrillamos la arena para levantar los pedazos de vidrios rotos y hacemos un fogón en la playa para quemar la basura. Cajas de pizza, pañales, ropa vieja, colillas de cigarrillo y bolsas de plástico que gotean un líquido oscuro y espeso. Las llamas son verdes, turquesas, y se elevan como brazos tratando de tocar el cielo. El humo se arremolina con el viento y nos hace arder los ojos. Lloramos. Los pañuelos con que cubrimos nuestras bocas quedan negros de hollín..

Terminamos cerca del amanecer y nos acostamos sobre la arena fría a mirar el cielo. El horizonte se tiñe de un gris violáceo, después naranja, después celeste. El primer día del resto del año. Cantamos nuestras canciones, que los turistas no conocen ni van a conocer nunca. Nos dormimos con el arrullo de las olas. 

Aprovechamos esos últimos días tibios para nadar y tomar un poco de sol. El cielo y el mar son nuestros hasta el próximo verano. Pero apenas hay tiempo de descansar, tenemos mucho que hacer: atender a los heridos y enterrar a los muertos, cambiar los cristales rotos de las ventanas, reparar las camas desfondadas, destapar las cañerías. Nos preguntamos si los turistas, en sus casas, también tiran esas cosas por el inodoro.

Los días se van volviendo más cortos. Preparamos dulces y conservas y ponemos a las chicas más jóvenes a revolver las ollas. La primera náusea, como siempre, les viene respirando ese vapor azucarado. Separamos a las embarazadas y les damos las tareas más livianas, las dejamos descansar, las espiamos con ternura cuando las vemos con una mano sobre el vientre y la mirada perdida mientras se preguntan cómo serán sus hijos: el color de ojos, del pelo, de la piel. Mientras tratan de recordar los rasgos de todos aquellos hombres y juegan a adivinar cuáles serán los padres. 

El otoño llega con los vientos que soplan desde el mar. La marea sube y la temperatura baja rápido. La sal nos arde en los labios agrietados, en las llagas de las manos. La luz se vuelve pálida y las nubes refucilan a toda hora. El cielo parece una esponja húmeda. Empezamos a asegurar las ventanas con tirantes de madera. Juntamos leña en los bosques cercanos.

Las olas se cargan de espuma y rompen contra la primera línea de casas. Pensamos que este año sí, que el mar va a arrancar el pueblo de cuajo. Pero las construcciones son fuertes, las levantamos con nuestras propias manos, y siempre resisten. 

Las lluvias caen durante días, y una mañana despertamos temblando de frío. El cielo, azul como un glaciar, lastima los ojos. La escarcha quema el pasto, mata las últimas flores. Repartimos entre las embarazadas, que ya empiezan con los antojos, los chocolates que no pudimos vender. 

Jugamos a las cartas, dormimos, preparamos ollas de guiso que recalentamos una y otra vez. El invierno es duro y siempre fantaseamos con la idea de irnos, vivir otra vida en otro lado. Pero no podemos, lo sabemos bien. ¿Quién atendería a los turistas el próximo verano?

El frío empieza a ceder con los vientos que llegan del este, como todos los años. Los días se hacen más largos. Abrimos las ventanas para airear y pintamos las casas. Las paredes de blanco, las puertas y los marcos de azul marino o verde agua. 

Plantamos flores en los canteros. Volvemos a la playa. Nuestras canciones, ahora, suenan alegres y esperanzadas. 

Las embarazadas empiezan a dar a luz casi al mismo tiempo. Los partos se extienden durante varios días y no damos abasto. Corremos de una casa a la otra. A veces perdemos a algún niño, a alguna madre, pero es inevitable y no hay tiempo de lamentos. Cuando ya nacieron todos, bajamos a la playa a bautizarlos con agua de mar. Celebramos. Honramos a los muertos. 

Falta poco. Lavamos sábanas y toallas, las secamos al sol para blanquearlas, preparamos los atados de lavanda seca que dejamos sobre las almohadas. Nos cortamos el pelo y remendamos la ropa. Colgamos guirnaldas. Les enseñamos a los niños a decir que sí. 

La ansiedad de esa última semana se percibe en nuestros gestos, en las miradas que cruzamos mientras vamos de aquí para allá. El aire parece cargado de estática. 

Y llega el día, el comienzo de un nuevo verano. Nos reunimos sobre la calle principal para recibir a los primeros autos. Todo el pueblo huele a pan recién horneado. Optimistas, nos repetimos el uno al otro que esta temporada será distinta, que los turistas, por fin, van a entender que este lugar también les pertenece, que hay que cuidarlo. Que nosotros, al fin y al cabo, somos sus hijos.

Tomás Downey

Supongo que ya no hay más viento. 

Me acomodo el pelo y la ropa, ya arrugada, mientras el Sol se acerca al horizonte. A veces siento la necesidad de comprar un bastidor, pinceles y óleos o acrílicos, para poder llevarme esta imagen a casa. Tendría que hacerlo todos los días, ya que siempre cambia; o quizá soy yo quien lo ve diferente. El único (y mayor) impedimento a esta tarea es, justamente, lo que necesito para comenzarla: saber pintar. Ni la experiencia ni el desarrollo de mis habilidades me han dado el don de las artes; aunque podría haberle pedido a Paula que lo hiciera, la extraño demasiado. Ella hubiese embellecido esos horizontes. 

La arena deja de meterse en mis zapatos, y todo queda en una calma que se puede escuchar. Entre la ausencia de voces y de seres humanos, solo se mueven dos cosas: el mar, por su incansable enamoramiento con la Luna, y yo, que debo seguir respirando. Aparto la mirada del Sol y observo mis zapatos, sin verlos realmente. Mi concentración, ahora que lo pensé, está puesta en mi respiración. Son cosas que no se pueden hacer en casa, porque allá no existo, existen los demás. 

Falta poco para irme, la niñera debe estar guardando sus cosas, mamá ya está en el colectivo. Al fin, mis oídos parecen destaparse de la pequeña burbuja que nos encerraba al horizonte y a mí, y es entonces cuando vuelvo a escuchar a los pájaros, mis mejores amigos en esta playa desolada. Sonrío con sus cantos y gritos, y sus vuelos de libertad, porque ellos pueden llegar a ese horizonte, e incluso más allá. Siempre pueden irse a donde sea lindo, donde no haya viento, nieve, lluvia, humanos y madres. Me recuesto en la arena y observo sus vuelos, observo las nubes y los tenues colores del atardecer que tanto me gustaría pintar. 

En realidad, la playa no es linda. Está muy cerca de la ruta, la arena muestra y oculta todo tipo de basura que me repugna y fascina, y el agua está algo turbia por el mismo motivo. Nunca estoy en los momentos en que ocurre todo el quilombo, cuando la gente decide tirar un poco de su vida sobre el mar y luego marcharse. Tampoco estoy cuando rastrillan todo, y después lo queman. Mi vida en la playa se basa en ir en el momento justo, en ese pequeño limbo de soledad que me permite oír mis pensamientos y comunicarlos libremente. A veces le susurro a la arena cosas de mis hermanos, otras, le grito al mar mis quejas de mamá. Los pájaros también me escuchan, aunque nunca les digo nada en particular. 

Lo bueno de la playa es que no responde, solo escucha y comprende, y contiene.

Sofía García Márquez

No sé cómo
podré nunca
construir
una casa
ni siempre
alimentar a un hijo
o pedir ayuda          sin emitir un sonido.
No sé 
cómo podré
confesarme y
acumular pérdidas
sin padecer
un recuerdo propio.

Sharon Gorosito
Elunamé:
Parla a la luna menguante
un bello poema,
de la desdicha del ser
y la maldición del miedo.

Grita el enamorado con desdén
“¿Por qué mía no fuiste, Amor?”
El único receptor el viento es,
pero, el alma levitando tiene el cantar.

A leguas hacia el este
las taciturnas luces índigas de un cielo estrellado,
repelentes y distantes sobre un oleaje,
repiten aquellas palabras:
"Amor inacabado, no es amor sin fin".
 
Levanta la cabeza el antes amado
¿Era esa la respuesta de André?
No. Era algo más.
La respuesta del mar ante el amor.
Ante él, amor.
 
Pisadas efímeras sobre la arena son marcadas.
El corazón galopando a fuerza de pianos,
los brazos como arcos de violines.
Una orquesta de una persona era él,
las rodillas de sal y plancton salpicándose.
 
Más ondas, más luces.
El enamorado amando se ahogó.
Por la desdicha del ser.
La maldición del miedo.
Y el incandescente amor índigo,
que ahora, ceniza es.

Fabricio Agustín Quinteros Wagner

La espalda

Aquella vez rezongó por haber metido el pie en un charco. Con un paisaje vivo de personas de tránsito petulante, de un caminar seguro de que cada espacio era creado para que sus pies hagan apoyo y dejaban, como en el olvido, cada segundo del pasado en un fondo de pinceladas que solo generaban opacidad en sus mentes. 

Él era esa opacidad, inclusive muy poco se podría decir de él. Creo haber escuchado su voz en la peatonal Florida, ahí casi llegando a Perón. 

No me gusta caminar por esas calle, menos en hora pico. Nadie es nadie, las voces, zumbidos sin cese. Esa cosa llamada gente hace sentir el mar. Una masa que envuelve, pero no es agua, sino pedazos de ropa que cubren pedazos de piel, que cubren pedazos de tensos músculos, que cubren cansados huesos ¿El corazón, será que toda esa cobertura alberga un corazón? No lo sé, quizás alguno lo tiene pero inmerso entre todo ese mar que por correntada te lleva y te trae, no podría confirmarlo. Estaría bueno preguntarle a….

¡Ahí va!, se me hizo verlo doblar la esquina, sospecho que esa es su espalda. Qué opina de estas personas. Corro, pecheo, atajo con mis manos, aparto cuerpos. El hombro, herramienta complemento para darme aire entre la masa de gente no gentil. 

En Perón, la esquina de los bancos, la que en el dos mil uno recibió baldazos de pintura. Porque, si bien los ahorristas no tenían sus dólares, los manifestantes de ese momento, compraron elementos para hacerse ver y escuchar. La ira como moneda de cambio. Mecanismo de huelga. Inútil método de catarsis. Recuerdo el hombre que se prendió fuego frente al banco porque, como buen suicida, intentó dejarle la culpa a otro del fin de su vida pero, a pesar que lo recuerdo con el más sentido pésame, una persona jurídica no es una persona con sentimientos, es una herramienta de desenfoque que tiene más especulación que sentimientos. 

Le pregunto a un kiosquero 

¿No viste pasar una espalda por acá? 

con un lenguaje a penas de Baires, responde

No sé, recién compraron un panchito y se fueron por aquellita dirección. 

La calle está en caída, el piso húmedo y con el culo mojado, me dirijo a trote lento, sin pausa. Kilómetro y pico y estoy en plaza San Martín. Decido viajar al conurbano, imagino, ese muchacho debe ser de ahí.

Subo como puedo al tren San Martín. Modo bristol con diferencia notable. Llega el ocaso. Quiero pensar que se les acabó el perfume pero el aroma a cuerpo hace dudar si lo habrán usado en algún momento. Apretados y olorientos; sardinas enlatadas, seres humanos envagonlatados. No me preocupo, ya aprendí. Codazo, hombro, rodilla, codazo, hombro, rodilla… Silencio que ensordece. Coro de mirada a quien habla. 

Trina un silbato, presión de aire, golpe doble de gomas. No sube ninguna embarazada. Las personas sentadas se despiertan. 

Escucho una guitarra y la voz de la espalda. Codo, rodilla, hombro, rodilla, pie, quiero alcanzarlo pero tantas cabezas no me dejan ver bien. 

¡Se bajó! la espalda se bajó, sigue caminando para salir de la estación, yo también bajo. No sé dónde estoy, el cartel dice Williams Morris.

Pasó rápido el tiempo, pasó rápido el viaje pero no pasó el efecto. Pie, hombro, rodilla, codazo. Un ceño fruncido reverbera en mi actitud. La armonía de un banquito me llama a calmarme . 

Llegó la noche. Ya no hay tren. Entre paso y paso. Encuentro un lugar. el “Sheraton” de zona oeste, me dicen. 

A pesar del buraco en el paredón, entro por el pasillo, , ya sé donde ir. Disculpá quiero pasar la noche en algún lugar. Entre risas me responde

pasá no te hagas. 

La muchacha, el bebé, la silla, el mantel cubierto por el plástico transparente, ese mate, se me hacen conocido. Como si supiera me dirijo al baño a orinar. De refilón, en el vidrio, veo la espalda. Vuelvo y no veo nada. 

Mi zapatilla está toda empapada de agua; ¡pero la puta madre ¿qué habrá pasado que ni cuenta me di, algo más? ¡Rezongo!

Entro al baño. Me lavo las manos. Levanto la mirada. Ahí lo veo, tengo la certeza, ya no es una espalda, está frente a mí, dentro del espejo. Veo su rostro, es él. Al fín, le puedo preguntar. 

¿La gente de la capital federal tiene corazón? 

Me mira con su tenso creaneo, negro, cansado y penetrante. 

Es un insolente, aún niega dejarme escuchar su voz. La respuesta no parece ser una opción, no me va a responder y apenas tocando el picaporte, sin salir del baño, lo hace pero como por telepatía.

Abel Zabala

7,75

7,75 puede ser un deíctico,
un subjetivema, una frase nominal,
un apelativo o un simple número nada más.

7,75 puede ser una ubicación
en cualquier mapa,
el cruce de dos avenidas,
una estación ferroviaria.

7,75 puede ser un boleto de tren,
un pasaje en avión,
un tramo en colectivo
entre dos puntos de la ciudad o el conurbano,
la distancia entre dos puntos del país,
o un paraje olvidado.

7,75 una nomenclatura,
mezcla de dos sustancias,
una receta culinaria,
un punto cardinal.

7,75 nota de mi trabajo final
elaborado en vigilia
mientras cuidaba a un paciente.
Una vez más, horas de mi vida en un hospital.
7,75 no está nada mal.

Ana Lia Gamarra

Señor de las luminarias

Llovía sobre la ciudad. Los faroles iluminaban las grisáceas calles. La pequeña llama dentro brindaba una luz tenue al camino. Aunque no lograban alcanzar los edificios, pequeñas construcciones de piedra que se escondían en la oscuridad. Sus sombras cuadradas se proyectaban contra el cielo teñido por las nubes. 

Tras recorrer la ciudad a pie, ella se detuvo en la plaza central. Sabía que aquello que buscaba se presentaría ante ella. Notó que era pequeña. En su centro, se erigía una fuente por la que ya no fluía el agua. Las gotas incesables rebasaban sobre las rocas de su construcción. Cuatro faroles decoraban los extremos de la plaza. Esa luz le brindaba paz. Se sentó en un banco. Había uno igual al otro lado de la fuente. Su capa empapada no la había protegido de la llovizna. La distrajo de su malestar el fluir del agua por entre los adoquines. Reflexionó que la ciudad estaba desierta. No había encontrado otro ser en caminata. Aún así, los faroles continuaban encendidos.

Al cabo de un tiempo, un hombre apareció en la plaza. Era un anciano. Sus grises bigotes escondían su boca. Vestía una gabardina desgastada, aunque todavía íntegra. Portaba en sus manos una linterna y alcuza. 

– Supongo que usted es el farolero–, pronunció en susurros la mujer encapuchada. Su voz era dulce y fría.

– Sí…–, Respondió el hombre sorprendido–, Venía a revisar las luces después de la tormenta. Pero, como puede ver, estás reliquias protegen la luz de maravilla–, el anciano rió con su afirmación.

– Claro. Y qué magnífica luz protegen…

El chapotear del agua reinó su silencio. El farolero había adivinado su porvenir. Se acercó a la dama. Colocó la alcuza y el farol en el suelo antes de sentarse junto a ella.  

– ¿Acaso descubrió mi identidad?–, cuestionó ella con sorpresa.

– Madame Le Mort no necesita presentaciones en esta ciudad. 

La mujer sonrió frente a la cortesía. Pronto retornaron a la seguridad del silencio. Continuar aquella conversación significaba apagar esa dulce luz. Sin embargo, era inútil oponerse a ese destino. Logró reunir el valor para hablar otra vez:

– ¿Me permite una pregunta?

– Adelante.

– Usted es el único habitante de esta ciudad sumida en la lluvia eterna. ¿Por qué todavía ilumina cada farol noche tras noche? 

En esa ocasión fue el anciano quién rió. Su sombra pareció acompañar la risa solitaria a sus espaldas. Le dedicó una mirada a la dama. Esos ojos que brillaban de dulzura la asombraron. Entonces él respondió:

– Sería cruel presentarle una ciudad a oscuras a la muerte. No podría ofenderla de tal modo. Cada farol tenía que deslumbrar hasta el final de los tiempos. 

– Que cortés… Gracias por mostrarme tal esplendor. Aunque me temo que su tiempo se agota. Pronto tendremos que partir.

– Antes necesito apagar los faroles. Por favor, acompáñeme.

Ambos se pusieron de pie. El anciano apagó los cuatro faroles que rodeaban la fuente antes de tomar la linterna y salir de la plaza. Recorrieron cada una de esas calles abandonadas. Los faroles se apagaron uno a uno. La pequeña luz que cargaba el farolero fue la última es desvanecerse. La ciudad lloró hasta el amanecer.

Ignacio Götz Del Federico

Por este umbral, se cruzan los imaginarios de

Tomás Downey

Tomás Downey (Buenos Aires, 1984) es escritor, guionista de cine y traductor. Publicó tres libros de cuentos, Acá el tiempo es otra cosa (2015), El lugar donde mueren los pájaros (2017) y Flores que se abren de noche (2021), que obtuvieron reconocimientos varios. Coordina talleres de escritura.
Instagram: @tomasdauni

María Sol Guarino

Mi nombre es María Sol Guarino, nací un lunes de agosto de 1986 y crecí en San Miguel, Buenos Aires. Desde chica disfruto sumergirme en los mundos que posibilitan el dibujo y la literatura. Aunque con rodeos, idas y vueltas, a lo largo del tiempo todos los caminos me conducen a ellos. Me gradué en la Licenciatura en Cultura y Lenguajes Artísticos de la UNGS y recibí formación en escritura creativa, dibujo y pintura en varios talleres. En el año 2020 incursioné en la ilustración y desde entonces continúo mis aprendizajes en el taller “Dibujar lo cotidiano”, coordinado por Lourdes Velazquez. Algunos de mis dibujos pueden verse en Instagram: @maiu_sol

Sofía García Márquez

Nací y vivo en San Miguel, aunque viví casi 10 años en Tenerife, España. Estoy estudiando el profesorado de Lengua y Literatura en la UNGS. Actualmente suelo escribir diversos cuentos de temáticas variadas. Tengo una cuenta de Instagram en la que reseño libros e intento promover la lectura (@bora.books).

Sharon Nicole Gorosito

Estudio Profesorado en Lengua y Literatura en el ISFD N°51 y tengo una Diplomatura en Gestión de Mediación Cultural (UNGS). Formé parte de varias antologías incluyendo el libro federal El beso que no di, de Ediciones Arroyo; la columna literaria “Vidas en letra”, de Posdata Digital; y el blog de difusión poética Abrigo de pétalos. Publiqué Caen las estrellas hasta tus ojos (2020), mi primer libro de poemas, con Halley Ediciones, el fanzine digital Otra flor en mi cabeza (2022), autopublicado, y Simulacro (2022) con Azul Francia Editorial.

Fabricio Agustín Quinteros Wagner

Estudio el profesorado de matemática en la UNGS. Desde chico que me intereso por el arte, principalmente cine y literatura.
Este poema es solo una parte de las obras que hice, incluso forma parte de un poemario que aún se encuentra incompleto sobre la madurez del amor a través del tiempo.

Ana Lia Gamarra

Nací en Gualeguay, Entre Rios. Viví en CABA muchos años, y hace 22 que resido en Cuartel V, Moreno, Pcia de Bs. As. Soy estudiante de la Licenciatura en Cultura y Lenguajes Artísticos. Tengo una base autodidacta y pueden conocer mis trabajos en:
IG @alg_artes_visuales
You Tube: Ana Lía Gamarra
REDMARCO.COM

Ignacio Götz Del Federico

Soy de Hurlingham y estudio el profesorado de Lengua y Literatura en la UNGS. Me dedico sobre todo a cuentos. Participo en concursos literarios desde 2018. Publiqué mi primer libro de microcuentos Muertes efímeras en 2020 con la editorial Mis escritos.

Abel Zabala

Nací bajo el cobijo de una familia obrera de José C. Paz, madre y padre trabajadorxs. Mamé una lectura de la vida condicionada por ser una persona del conurbano, nacido y criado en los suburbios. Sin embargo, por la formación universitaria en la UNGS, logré una apertura de entendimiento. Soy un agradecido por eso y en los momentos que me hago para el arte, si no escribo y compongo canciones, intento ensayar alguna escritura ficcional, siempre con el mismo objetivo, funcionar como prisma de una lectura del mundo. Y pienso: “hasta mis límites sirvieron para ampliar las lecturas”.