Santiago Roldán
Lenguaje inclusivo y justicia de género ¿una cuestión de vocales?
IIF – SADAF/CONICET y Universidad Nacional del Litoral, respectivamente
Introducción
El lenguaje inclusivo, o tal vez las discusiones acerca de sus posibilidades, límites y conveniencia tienen cada vez más protagonismo en la agenda pública. Tal vez esto pueda ser explicado por el lugar que han sabido ganarse los temas de género en la esfera política e institucional de las comunidades, o porque está de moda, o acaso por una cuestión de mera corrección política. En cualquier caso, lo que parece estar ausente es la interrogación de algunos de sus supuestos fundamentales y sus consecuencias prácticas, en particular aquellas que se siguen del supuesto normativo conforme con el cual el género es la lectura cultural del sexo.
Sobre esta base, con frecuencia se hace referencia al lenguaje no sexista y al lenguaje neutro como si se tratara del mismo fenómeno y se habla indistintamente de ambos con la etiqueta de “lenguaje inclusivo”. En lo que sigue, mostraremos que, en rigor, se trata de dos estrategias de intervención lingüística que reconocen genealogías, propuestas, agentes y objetivos que son muy distintos y hasta, en ocasiones, contrapuestos. En estas páginas precisaremos sus diferencias. Adicionalmente, teniendo en cuenta que dichas estrategias se inscriben en una dimensión de reflexión y crítica lingüística de índole pragmática que dan por sentado un cierto tipo de relación entre el lenguaje y el mundo, contrastaremos los compromisos que están presentes en cada una respecto del vínculo entre el cambio lingüístico y el cambio social. Con este ejercicio nos interesa poner en evidencia que algunas de las estrategias de lenguaje inclusivo son particularmente perjudiciales para las personas trans*.
Lenguaje no sexista
De acuerdo con Rubio Castro y Bodelón González, “el sexismo es la creencia en la superioridad del sexo masculino, lo que determina una serie de privilegios para ese sexo que es considerado superior, en detrimento de la posición de las mujeres” (2012: 3). Una de las formas de expresión más extendidas del sexismo es el androcentrismo, el punto de vista parcial y masculino que hace del hombre la medida de todas las cosas y se asume como parámetro de lo humano. Y uno de los vehículos más característicos del androcentrismo es el lenguaje.
El sexismo lingüístico es un tema característico del feminismo de la segunda ola, que comienza a desarrollarse a partir del trabajo de la lingüista norteamericana Robin Lakoff. Su artículo Language and Woman’s Place se erige sobre tres premisas fundamentales: la asimetría entre hombres y mujeres tiene un correlato lingüístico (1973: 4); aunque el cambio lingüístico y el cambio social van de la mano, modificar el uso lingüístico no modifica la situación social (1973: 41); y se debe reconocer que el cambio social genera cambio lingüístico y no a la inversa (1973:47). Desde entonces, las investigaciones de la lingüística feminista se han ocupado de individualizar y documentar cómo el sexismo se expresa en las prácticas lingüísticas, por ejemplo, haciendo que los términos femeninos asuman un valor semántico negativo -con frecuencia sexual- (Schulz, 1975), invisibilizando a las mujeres (Bodine, 1975) y definiéndolas a partir de su relación con los hombres (Miller y Swift, 1980).
La preocupación sobre el sexismo lingüístico se ha extendido también en contextos francófonos e hispanohablantes y se convirtió en un terreno de lucha feminista que ha tenido un eco importante en el mundo de las políticas lingüísticas. Este desarrollo ha contribuido a identificar las prácticas sociales en las que el lenguaje contribuye a mantener y potenciar la subordinación femenina, especialmente en el campo del derecho y la justicia. Así, la revisión de las categorías jurídicas, las sentencias y la aplicación e interpretación del derecho han sido un objeto privilegiado de análisis (Madriz Anaya, 2013). La Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano y la Constitución de Costa Rica son ejemplos del modo en que el vocabulario jurídico impacta en la distribución asimétrica de derechos y oportunidades: en los dos casos el término ciudadanos se presenta como universal, pero se refiere estrictamente a los varones (Meana, 2006).
A nivel global, una gran cantidad de instituciones gubernamentales y organismos institucionales asumieron un compromiso con el desmontaje del sexismo lingüístico. Por ejemplo, en 1987 la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura exhortó a: “evitar, en la medida de lo posible, el empleo de términos que se refieren explícita o implícitamente a un solo sexo, salvo si se trata de medidas positivas a favor de la mujer” (UNESCO, 1987). Dos años después llamó a continuar “elaborando directrices sobre el empleo de un vocabulario que se refiera explícitamente a la mujer, y promover su utilización en los Estados miembros” (UNESCO, 1989), algo que con posterioridad se cristalizó en una serie de recomendaciones para un uso no sexista del lenguaje, que fueron publicadas en español, francés e inglés (Breda, 1999a, Breda, 1999b y Breda, 1999c). Estas recomendaciones consideran casos específicos de cada lengua referidos al uso del masculino genérico, a estereotipos lingüísticos, a títulos y profesiones y a formas de dirigirse a las personas. Cada uno de estos documentos incluye ejemplos de cómo evitar usos sexistas del lenguaje. El español y el francés, en tanto lenguas romances, distinguen el género gramatical de los sustantivos animados y por eso las respectivas recomendaciones y los ejercicios se trabajan fuertemente sobre la feminización de los nombres de carreras, profesiones, cargos y oficios.
A la fecha universidades, organizaciones sociales, gobiernos, instituciones y organismos transnacionales han desarrollado una gran cantidad de recursos didácticos cuyas sugerencias en muchos casos son compatibles con el uso de normas gramaticales y estilísticas. Esto no significa que no hayan encontrado resistencias, por supuesto (ver, por ejemplo, Bosque, 2012 o Philippe, 2017).
Con la premisa -contraria a la de Lakoff- de que existe una relación causal entre el cambio lingüístico y el cambio social, el objetivo principal de estos recursos consiste en visibilizar a las mujeres (Pérez Cervera, 2011; Meana 2006). El catálogo de estrategias para lograrlo incluye: marcar el género femenino en las profesiones (decir, por ejemplo, la doctora) o, por lo menos, evitar el genérico masculino, optando por términos neutros, colectivos o abstractos; utilizar construcciones de varias palabras para evitar una palabra simple cuando esa palabra es masculina; y desdoblar los términos en función del género, con la alternativa de usar barras (os/as) (Breda, 1999; Meana, 2006; Pérez Cervera, 2011).
Lenguaje neutro
Si bien a menudo se hace referencia al lenguaje no sexista como lenguaje inclusivo esta etiqueta se aplica también a las estrategias contemporáneas que recurren al uso del @, la e, la x, o del * como marcadores de género neutro. Tiene sentido prestar particular atención a sus diferencias, que no son meramente estilísticas, sino que expresan un cambio fundamental con relación al modo de entender el género y el sexo.
Latinx, por ejemplo, es un término acuñado por comunidades queer y trans* latinoamericanas en EE.UU a principios de los 2000 (Padilla, 2016) que ha despertado la curiosidad de muchas investigaciones en la academia norteamericana. Esta expresión neutra y contestataria no sólo desafía al sexismo lingüístico, sino que busca desarmar el imperativo de la diferencia sexual y el binario de género, que marcan con violencia la vida de personas queer y trans*.
En el castellano, estrategias similares que permitan evadir la morfología y sintaxis de nuestra lengua pueden adoptar formas diversas dependiendo de la región lingüística. Así, por ejemplo, en el Informe de Recursos Globales 2015/2016 publicado en castellano por Funders for LGBTQ Issues, se explica el uso de la x como marcador de género neutro en dicha publicación como práctica que “desafía directamente las normas patriarcales y heteronormativas de la gramática no solo desafiando el lenguaje basado en lo masculino, sino también el lenguaje binario que funciona bajo la premisa de la existencia de dos líneas de género: masculina y femenina” (Kan, Maulbeck y Wallace, 2018: 96). No obstante, a continuación, se agrega que “en América Latina empezamos a ver más y más el uso de la e” (Ibidem). Y concluye señalando que “en esta traducción la preferencia del uso de la x puede ser leída como el dejar abierta la cuestión de la pronunciación para la persona que lee” (Ibidem).
Lxs defensorxs del lenguaje no sexista dan por sentado la preexistencia de una diferencia sexual original -de la cual el lenguaje sería independiente: “la diferencia sexual está ya dada en el mundo. No es el lenguaje quien la crea. Lo que debe hacer la lengua es simplemente nombrarla puesto que existe. Insistamos: lo que no se nombra no existe” (Meana, 2002: 40). De manera que, aunque el lenguaje sea entendido como un instrumento de cambio social, la diferencia sexual sería un dato inmutable de la realidad, la verdad inapelable de los cuerpos. En estos términos, en un mundo que se supone habitado solo por varones y mujeres cis, “No son necesarias las @ para incluir a las mujeres. Hay soluciones más creativas para transformar la lengua. Y cuando transformemos el lenguaje transformaremos la realidad” (Meana, 2006: s/p).
El realismo ingenuo, una relación aparentemente no problemática de presunta continuidad entre diferencia sexual y género, y el apego a una programática binarista, son algunas de las diferencias más destacadas entre lenguaje no sexista y el lenguaje neutro. Este no apunta a visibilizar a las mujeres -y no porque haya un compromiso con su borramiento- sino que impugna y desestabiliza la gramática de la identidad que codifica nuestra experiencia cotidiana, haciéndole perder su transparencia inicial y su pretendida espontaneidad, abriendo el universo de discurso a aquellos cuerpos y subjetividades que no se acomodan a la grilla hermenéutica del binario de género y la diferencia sexual. En estos términos le dan mayor complejidad a los análisis de la trama de relaciones de poder y superan el sexismo unilateral descripto como “la creencia de que los hombres son los opresores y las mujeres son los oprimidos, el final de la historia” (Serano, 2009: 38).
Las perspectivas queer y trans* han dado centralidad al concepto de performatividad procedente de la teoría de los actos de habla de Austin (1982) y entienden que sexo y género se constituyen “mediante una serie de prácticas discursivas (repetidas y ritualizadas) a través de las cuales el discurso produce los efectos que nombra” (Pérez, 2016: 193). Es reconocible que la categoría de performatividad añade una dimensión más rica al análisis de las identidades que se apartan del binario sexo-genérico. Por ejemplo, como señala Zimman, “ser trans no solo se trata de expresar el propio género mediante la vestimenta o a través de otras formas de auto-presentación visual y material, sino también de la performatividad lingüística” (2017: 90).
Sin embargo, no es adecuado aplicar las consideraciones de esta noción de performatividad diseñada para pensar el sexo y el género al cambio social en un sentido más amplio. No solo porque dicho cambio resulta en general refractario a ser impregnado por la mera repetición de un discurso, sino (y mucho más importante) porque la práctica muestra una y otra vez que el uso de términos neutros funciona con demasiada frecuencia como un mecanismo para generar una fantasía de inclusión sobre una base fuertemente excluyente. En palabras de Cabral (2020: s/p):
El lenguaje inclusivo no es autoperformativo (…) “todes” no es un registro demográfico. Del “todes” no es posible deducir la inclusión efectiva de nadie; de hecho, el “todes” funciona muchas veces en un sentido inverso y, esta vez sí, autoperformativo. Al pronunciarse, el “todes” tiende a cancelar la inclusión como pregunta, como cuestión y como demanda.
Esto significa que los objetivos del lenguaje inclusivo no deben considerarse alcanzados por el solo hecho de haberse expresado. Mucho menos cuando se implementan estrategias de lenguaje inclusivo fortaleciendo la norma cis.
Conclusión
Los objetivos de este trabajo son a la vez modestos y ambiciosos. Por un lado, procuramos bosquejar las distinciones más salientes entre el lenguaje no sexista y el lenguaje neutro, mostrando los compromisos de cada uno con la forma de pensar el género, el sexo, el sexismo y el cambio social. Al mismo tiempo, una descripción con este nivel de generalidad, que aporta también una mirada crítica (aunque sea en una dosis exigua) constituye una empresa ambiciosa. Si acordamos que estas estrategias son distintas, en adelante, quien quiera adoptar una u otra deberá posicionarse respecto de varias diferencias que se juegan en más de un terreno.
Nota
Una versión previa de este trabajo fue presentada en la Jornada Cuerpos, géneros e instituciones de la Universidad Nacional de General Sarmiento, el 13 de junio de 2019 y fue publicada en Janoario, R.; Peluso, L. (Org.). Diferencia y Reconocimiento. Apuntes para deconstruir la ideología de la normalidad / Diferença e Reconhecimento. Apontamentos para desconstruir a ideologia da normalidade. Montevideo: Área de Estudios Sordos/TUILSU / Montevidéu: Área de Estudos Surdos.
Referencias
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Breda, P. (1999a). Pour l’égalité des sexes dans le langage, Recomendaciones para un uso no sexista del lenguaje. UNESCO.
Breda, P. (1999b). Guidelines on gender-neutral language. UNESCO.
Breda, P. (1999c). Recomendaciones para un uso no sexista del lenguaje. UNESCO.
Cabral, M. (2020 febrero 12). El lenguaje inclusivo no es autoperformativo; es decir: no hace lo que dice por sí mismo, solo por el hecho de ser dicho. Para que el lenguaje inclusivo haga lo que dice (incluir) es necesario algo más -algo que podemos [Actualización de estado de Facebook].
Kan, L. M., Maulbeck, B. F., y Wallace, A. (2018). Informe de Recursos Globales 2015/2016. Funders for LGBTQ Issues y Global Philanthropy Project.
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